Los intentos y falacias engañosas que tratan de explicar lo inexplicable son vanos y hasta tienen que reconocer que más allá de sus elucubraciones y ciencia de vista corta, hay una mano potente que hace y un ojo al que nada escapa. Como dice el salmista: «Aun las tinieblas no encubren de ti; y la noche resplandece como el día; lo mismo te son las tinieblas que la luz» (Salmo 139:12).
Es un poder personal que determina, ordena y realiza con perfecta exactitud el devenir y la existencia no sólo de cada hombre, sino de todo el universo. Tenemos que aceptar, (y por otra parte no queda otra alternativa), que no somos nada por nosotros mismos. Que nuestra fortuna o desgracia no depende de nuestro ingenio o de un adecuado aprovechamiento de circunstancias favorables que busquemos o se nos ofrezcan fortuitamente.
La mejor decisión que nos parezca que hemos tomado es, quizás, la que nos arruina; aquellas palabras torpes que trasmitimos a alguien en determinada ocasión, y de la cual ni siquiera nos acordamos hoy, resultó ser el agente impactante para el comienzo de la conversión de aquel hermano, que tal vez tampoco se acuerda de ellas.
Una vez, un predicador cristiano me dijo: Mira, hermano, las amonestaciones de las que muchas veces me arrepentí por considerarlas sosas o de poca o demasiada garra, han sido las que mejor aprovechamiento espiritual han producido.
De discursos impresionantes que yo juzgaba inspiradísimos y que a mí mismo me sorprendían, no se acuerda nadie, o por lo menos nadie me los ha recordado. En mi experiencia estoy convencido de que es Dios el que evangeliza como quiere y nosotros somos “siervos inútiles”.
Grande y reconocida verdad.
Grande y reconocida verdad.
Se trata de vivir colgados de la voluntad de Dios y no como el rico insensato (Lucas 12:20, 21). ¡Tantos años de vida y gozo se prometía a sí mismo y aquella misma noche murió! ¡Qué poco pudo controlar su porvenir! Había un poder que sí podía, y lo hizo.
Hay pues una frontera fuera de nuestro alcance, inconmovible y controlada desde el «otro lado», y esta frontera no la podemos traspasar. El fracaso, la enfermedad, el temor, las torpezas, la hipersensibilidad, el abatimiento, etc.
¡Hay tanto en nosotros que como poderoso río nos lleva por donde quiere en su discurrir, sin que el hombre conozca su curso ni su fin! Somos un manojo de prejuicios y pasiones que sin control por nuestra parte nos llevan a la desintegración y a la infelicidad.
De ahí los estados de desesperada impotencia, levantando los puños contra el Cielo. ¿Para qué? ¿Para que, como dice el saber popular: «Al que escupe hacia el Cielo en su cara le cae», y para que la desesperación sea incurable y la desdicha perenne? Arrebatos, agitación constante por todo lo que el hombre soporta sin él pretenderlo, y lo que pretende sin poderlo conseguir.
Es la ley de la vida, la ley de la muerte, la ley de la enfermedad, de las calamidades. ¡Hasta de las efímeras alegrías del vivir!. ¿Qué le podemos hacer nosotros? Todo está determinado y se hace con tu consentimiento o sin él. Sólo el cristiano conoce por la fe, que él forma parte activa e importante de un vasto plan que para los ojos del pagano es el «tinglado de la antigua farsa», tan antigua como farsa (Los intereses creados, J. BENAVENTE).
Para el cristiano es la realización del proyecto de Dios del que forma parte y en el que es usado de forma casi siempre desconocida para el mismo, eficaz en su conjunto y fin, que es la gloria de Dios y el premio de vida eterna y de servicio gozoso y glorioso.
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