Ante la frontera de lo desconocido, sólo resta confiar en la mano de Dios, y con toda tranquilidad y paz decirle con todas nuestras veras: «Sé que me amas, Señor creador del Cielo y de la tierra; que tú eres omnipotente, que todo es tuyo y yo sólo soy una insignificante criatura que no puede llevar sobre sus débiles hombros el peso de su propia vida. Como lo has decidido así lo acepto, porque no soy yo el protagonista sino Tú; Tú sabes y yo no». «Hágase en mí, conforme a tu palabra» (Lucas 1:38).
Hámlet con motivo de la muerte de su padre desespera y clama en medio del dolor. Otro dice: «Sabemos que las cosas han de suceder necesariamente, como son la muerte y las calamidades, y que son tan comunes como la cosa más vulgar de cuantas se ofrecen a los sentidos. ¿Por qué con terca oposición hemos de tomarlo tan a pecho? Ese es un pecado contra el Cielo, una ofensa a los que murieron, un delito contra la naturaleza, el mayor absurdo contra la razón. Todos, muertos o vivos, no han podido dejar de exclamar. ¡Así ha de ser!» (SHAKESPEARE).
Insistimos en que las cosas adversas o favorables no son las que cuentan para el hombre espiritual y sensato, sino la actitud ante ellas. Una de dos alternativas: o levantar el puño contra el Cielo, o bajar la cabeza, callar la boca y decir a lo sumo: «Amén, Señor; Tú sabrás».
Vivimos sumergidos en un universo que no podemos controlar, que apenas entendemos y en el que no sabemos por qué estamos. Y vemos que no es posible dominar lo que sucede a nuestro alrededor y ni aun a nosotros mismos. «No hay hombre que tenga potestad sobre el espíritu ni potestad sobre el día de la muerte» «Eclesiastés 8: 8».
¿Quién puede medir la felicidad de nadie? «Porque el hombre tampoco conoce su tiempo» (Eclesiastés 9:12). Cuando la confianza acompaña a la adversidad, podemos decir: «Brillará de nuevo el lucero de la mañana sobre esta oscuridad y negrura que me envuelve ahora. El día ya despunta, y la aurora ya se anuncia. Solamente esperar».
Y te invade la paz y la seguridad más pura y sublime aun caminando en la noche oscura del alma y entre la horrísona tempestad de los aconteceres adversos. Sólo la fe ilumina con luz cierta y permanece inmutable como don divino que es. Que se haga como Dios dispone. Esto es lo bueno, lo que consuela, y ahí está la grandeza de la fe.
En cambio, ¡Ay! del que escupe con rencor irreverente ¿Porqué a mí? Si es creyente ya lo sabe y no tiene por qué preguntar ni rebelarse. El Señor así lo ha dispuesto; basta con eso. Sí no lo es, no tiene derecho a culpar (porque es un contrasentido) a alguien del cual dice que no existe, y por lo tanto entréguese al «hado fatal» y viva si quiere continuamente en la oscuridad. Nosotros los cristianos no vivimos así. Alabemos a Dios que nos provee de otra vida tan distinta.
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