Protestamos. ¿Yo contra Dios? ¡Ni pensarlo! ¿Cómo puede usted decir tal cosa? Es cierto; aunque nos neguemos interiormente, estamos altercando contra Dios (Éxodo 17:2). Con nuestras posturas negativas y de rechazo estamos (sin darnos cuenta tal vez), altercando contra Dios. Decimos: ¡Sea lo que Dios quiera... siempre que sea lo que a mí me agrade o me parezca que me conviene!
El Padre actúa en estas ocasiones en controversia con nosotros, a causa de nuestras dudas con que ponemos en entredicho su amante providencia, que no aceptamos, que rechazamos y de la cual le atribuimos la culpabilidad, y no tan buena intención como pretendemos creer aceptar. Dios pleitea y alterca con su pueblo por amor a él, y a causa de la incredulidad y la consiguiente falta de confianza en Él.
Castiga, sí, pero no destruye. Como el rey que ante una rebelión o mal comportamiento de uno o varios de sus súbditos ordena prisión, y para su hijo provee corrección y castigo mesurado y conveniente. Su hijo heredará el trono y por ello lo disciplina y prepara para él. No lo destruye; lo humilla ahora en la prueba y en la obediencia, y lo exaltará a su mismo trono en su día. Entretanto no llega ese día, requiere de su hijo heredero sumisión y aprendizaje junto a él.
En este nivel de pensamiento conocemos que permaneciendo al lado de Dios, podemos detectar y dominar toda decepción, toda beligerancia, todo rechazo a su justo gobierno y desterrar de nosotros la agresividad. No poseemos el don perfecto de la impasibilidad, pues humanos somos y nos movemos continuamente en un mare mágnum de estímulos, agresiones, etc.
Si nos volvemos al Padre, parándonos en el fragor de la vida cotidiana, si reflexionamos apartándonos con la mayor frecuencia posible de este torbellino mundanal, hallaremos la paz en el Espíritu al que ya dejamos interpelarnos y dirigirnos.
De otra manera existe siempre una agresividad que sentimos realmente y a la que, al no paramos ante el misterio de Dios, no podemos racionalizar ni definir. Es una tormenta de vientos emocionales contrapuestos, un malestar, un ansia y una frustración sin saber exactamente por qué.
No podemos orar eficazmente cuando nos sentimos agraviados o irritados. Clamamos desesperadamente en la angustia, pero no podemos ni sabemos orar con la mente y el corazón confusos y perturbados. Dios es un Dios de orden y de paz. Sin estas condiciones, no podemos llegarnos a la fuente de la paz que tanto necesitamos.
Se requiere, pues, sosiego y tregua en esa batalla continua. Moderar, y darse descanso en ese estado de angustia y miedo irracional, que tantas veces nos sumerge en un huracán emocional que es, en ocasiones, peor que la misma muerte. Hasta que no llegue el sosiego por la fe, no puede haber oración eficaz. Nuestro pensamiento vuela por otros derroteros, y nuestro corazón palpita alocado y sufriente.
Es por ello, que tenemos necesidad urgente y ansiosa de pacificación y reconciliación, con la obra y la voluntad de Dios. Ahí empezamos la buena senda que lleva a la paz tan ansiada. Por la misma senda por donde pasaron todos los grandes hombres de Dios. Senda dura, y hasta oscura para los elegidos, pero de un final brillante y maravilloso.
Reconciliación; primero con Dios y su misteriosa operación, y como consecuencia natural con nosotros mismos y con el prójimo. Si hay verdaderamente comunión con Dios ya no querremos descender a las locuras mundanales, y falsas sabidurías, que tanto pavor y titubeos nos producen en nuestra marcha cristiana. Todo eso nos parece despreciable y vil, ya que comparado con la gloria eterna son solo minucias.
Cuando la transfiguración de Cristo, Pedro ya no tuvo deseos de volver al valle donde la vida cotidiana continuaba; ya no quiso tener contacto con el mundo, ante la experiencia gloriosa que pudo presenciar. Tan fuerte percibió el contraste entre la esfera celestial y la mundana que exclamó: «Bueno es quedarnos aquí» (Lucas 9:33).
Nosotros, pues, como Pedro tenemos nuestro sitio junto a Cristo en los lugares celestiales. Allí está nuestro lugar y gloria. Y ya todo nos parecerá inferior y despreciable, con tal que retengamos firme hasta el fin nuestra confianza del principio. (Hebreos 3:14; 4:14).
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