La humildad es de corazón, como enseñaba y practicaba Jesús, a quien no se puede acusar de falta de personalidad; ni siquiera los ateos, que tendrán que reconocer que su figura ha marcado inequívocamente, la veintena de siglos que han transcurrido desde su nacimiento.
En el libro de Nehemías se dice que al pueblo se le leyó la ley, explicándole su sentido de tal modo que comprendiesen la Escritura. Se condolieron y se humillaron y, por ello, se les animó a alegrarse, pues se habían situado en la posición deseada por Dios: arrepentidos y humillados. Y se les dijo: Id, comed grosuras, y bebed vino dulce, y enviad porciones a los que no tienen nada preparado; porque día santo es a nuestro Señor; no os entristezcáis, porque el gozo de Yahvé es vuestra fuerza. (Nehemías 8:10).
Esto coincide perfectamente con las palabras de Jesús que son incontestables: Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento. (Lucas 15:7)
Al buen rey Josías, le fue dicho: por cuanto oíste las palabras del Libro y tu corazón se enterneció, y te humillaste delante de Dios... también Yo te he oído. (2º Reyes 22:19). Y es que Dios no es capaz, por su generosidad infinita, de resistirse al que contrito y humillado se entrega a su misericordia. En el arrepentimiento y la restitución, está todo el misterio de la muerte de Cristo. Para ello murió y siendo inocente tuvo fuerzas y confianza para poder decir al final del enorme fracaso. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. (Lucas 22:46)
No cabe en nuestros pequeños cerebros un acto de humildad como el la expiración de Jesús. Todo se le había vuelto enemigo; todos lo abandonaron: Solo su madre y otras mujeres estaban allí al pie de la cruz. Un discípulo jovencito asustado y estremecido (también la naturaleza se estremeció) también tuvo ocasión de comprobar la grandeza cósmica del Cristo, que después explica en su evangelio. Y Él, Jesús, el gran inocente, el perfecto, colgado entre dos criminales, desnudo, humillado, abandonado por el Padre a la muerte y a la afrenta. A pesar de todo, se humilla hasta el fin y exhala a gran voz un clamor, en el que da testimonio de que, aun en esta situación, la confianza en Dios Padre la mantiene hasta la muerte.
Pedro el inestable y negador, es no solo perdonado, sino que a pesar de su defección (muy explicable en el terreno humano), es enviado para confirmar a los demás discípulos. (Lucas 22:32) Él que había renegado de Jesús era, no solo perdonado, sino enviado a los demás para que supieran que el más timorato y desconcertado, podía confirmarles del perdón de Jesús, y darles ánimos para contar todo lo que había sucedido. Y eso proclamaron ellos a pesar de las dificultades con las que se enfrentaron.
De esa perfecta restauración que Jesús propició para todos, vivimos los que seguimos al maestro. Bien es que deficientemente. Todos. Como dice el grito conocido ¡y sálvese el que pueda!). Solo en la humildad y el reconocimiento de nuestro quebranto y nuestra necesidad, está la restauración del Espíritu en nosotros. Podemos confiar en la palabra de los discípulos, cuando dijeron como nosotros cuando damos razón de nuestra fe: porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído. (Hechos 4:20)
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