Aquel labrador rico y próspero a semejanza de Nabal era una perfecta desgracia (10 Samuel 25:25). Su carácter agrio, aumentado por su riqueza, le hacia aborrecible a todo el que tenia que tratar con él, y era una «peste» temida y burlada por donde quiera que iba. Nadie le estimaba, ni aun su propia familia. Era un refrán en el entorno donde se movía. Vivía en una casa miserable y continuamente era presa de iras que atropellaban a todos, y también de depresiones que sufría alternativamente.
Sólo tenía un empleado muy avispado que no le hostigaba y que, aparentemente, no le contradecía. Callaba y sonreía cada vez que le veía agitarse en una de sus muchas tormentas emocionales. Este empleado sólo alguna escasa vez, cuando hablaba con personas de su total confianza, decía con un guiño de indulgente y comprensiva socarronería: "Desgraciado mi jefe; cree que vive mejor que yo porque tiene más dinero. ¡Y qué razón tenía!
Este empleado vivía en casa modesta pero bien provista, comía y bebía placentera y pacíficamente sin disgustos ni quimeras. Disfrutaba de excelente ambiente familiar y dormía en paz. Sus hijos fueron esforzados, prósperos, y agradecidos. Los del rico, fueron una continua discordia dentro y fuera de su casa. Su esposa fue muy desgraciada.
Todos esperaban con impaciencia el día de la muerte de tal persona atrabiiaria y soberbia. Quiso imponerle a la vida su voluntad y poder, y la vida lo redujo a la miseria más real, aun en medio de sus grandes riquezas. Su vida no fue nunca como él quiso que fuese y, finalmente murió sin que nadie derramara una sola lágrima por él.
No conoció a Dios, atropelló al prójimo, tuvo complejos de todas clases y calibres, y sus ídolos fueron su orgullo y su riqueza, que perecieron con él. Nada se llevó sino su propio rencor. El que amó la vida de esta manera, la perdió, como dijo Jesús (Lucas 9:24).
En cambio tú, si quitas de ti toda voluntad propia, y asumes enteramente la del Padre no tendrás motivo de sufrimiento. «Toda voluntad propia, todo juicio propio, deben desaparecer del cristiano». (Jean Daujat, 1954) .
Tal como aquel pastor solo en el monte, joven, despierto y apuesto, contestaba con gran aplomo y sabiduría natural a las preguntas que le hacíamos un grupo de hombres de la ciudad. Sorprendidos por su aguda mente le preguntamos por fin: ¿Cómo es que vives en el monte, y no estudias y sacas más provecho pues vemos que eres muy inteligente?
El era parte de una numerosa familia campesina, y lo aceptaba con tranquilidad. En ningún momento dio muestras de congoja por su situación. Sólo contestó: ¡Qué se le va a hacer! Y el chico se quedó pacífico y contento.
Más adelante, supimos que alguien le proporcionó libros e instrucción y llegó a ser un buen poeta y ejemplo y admiración de todos los que le conocieron. Cuando no podía hacer nada vivía en paz; cuando llegó la ocasión y pudo hacerlo, se esforzó y demostró a todos que era capaz de encajar en cualquier situación. Aquel joven labriego nos enseñó, sin pretenderlo, que todo tiene su tiempo y su momento (Eclesiastés 3:1).
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