El hombre que aborrece, poco acepta, y todo le hiere de forma directa en su corazón al que convierte neciamente en recipiente de dolorosas frustraciones. Hace de su vida un infierno, tanto más doliente, por cuanto más inútil. (R. Ridolfi).
Tiene que aprender, para su propio bien, a considerar y aceptar todo como proveniente de la mano de Dios, renunciando a su propio querer y desear, reconociendo así la grandeza y el protagonismo de Dios. ¿Quién puede conseguir en esta vida todo lo que quiere?
¿Sabemos siquiera lo que queremos? ¿Lo supo Napoleón, Hitler, Alejandro, o cualquier otro conquistador, que tan pronto pisaba las tierras que codiciaba, ya no tenía otro pensamiento sino acaparar más y más, y emprender nuevas conquistas? Ya sabemos por la historia cuán pocos lograron todo, y qué de fracasos y decepciones vivieron.
¿Cómo se atreve el hombre voluntarioso y terco, en servirse a sí mismo la vida y sus vicisitudes? ¿No es muchísimo más sensato y acertado dejar que el Señor, en su infinita sabiduría, nos proporcione todo y disponga del devenir de nuestra vida?
¿A qué resistir lo irresistible? ¿Somos más sabios y poderosos que Dios? Él dice por la Escritura : ¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia. ¿Es sabiduría contender con el Omnipotente? El que disputa con Dios responda a esto» (Job 38:4; 40:2).
Hay un dicho popular y antiguo que contiene mucha sabiduría: «Lo poco espanta, lo mucho amansa». Efectivamente nos dejarnos llevar por nuestro amor propio en las cosas pequeñas, ante las cuales nos sentimos poderosos y por las que ponemos, como se suele decir, el grito en el cielo.
Al fin sucede una gruesa y auténtica calamidad, en la que no nos queda más remedio que bajar la cabeza y la voz y soportar, pues no hay ya otra alternativa. Entonces conocemos nuestra impotencia de forma viva y real. Ya no nos queda ni poder ni conocimiento.
Saúl fue desechado por Dios, y así dijo el Señor a Samuel profeta, el mismo que le ungió para darle el trono y el favor de Dios: ¿Hasta cuándo llorarás tú a Saúl habiéndole yo desechado...? (1ª Samuel 16:1) El amor propio del rey y su desobediencia recalcitrante, habían provocado su separación de los designios del Señor.
Ya estaba perdido, aun antes de que sucediera su desastrosa muerte. Porque como pecado de adivinación es la rebelión y como ídolos la obstinación. Por cuanto tú desechaste la Palabra que Dios mandó, también Él te ha desechado (1º Samuel 15:23) ¿Y no es esto mismo lo que con tanta frecuencia nos sucede a nosotros?
Proyectamos según nuestro arbitrio y deseos, y esperamos insensatamente que Dios secunde y apruebe. ¡El Creador a merced y a remolque de su criatura! ¡Qué necedad! Saúl tenía vida y reino, pero su amor propio y su carácter voluntarioso e impaciente, le llevaron a la maldición y a una muerte desastrada.
El que piensa o dice que la voluntad de Dios sobre algo debería ser de otra forma distinta de como se produce, se rebela y crea sus propios ídolos en sus ideas, a las que da mas entidad y crédito que a la sabiduría de Dios. Así se convierte también en adivino, pues considera que su apreciación es mejor, más exacta, y más apropiada ante determinada situación que lo que Dios ha dispuesto.
Solo aceptando humildemente la voluntad de Dios, esperando en Él y viviendo una eternidad de complacencia con Él, es como podemos tener la paz que tanto busca el hombre rebelde, emancipado de Dios y dejado a su propia suerte. Pero nosotros, que somos del día, seamos sobrios, habiéndonos vestido con la coraza de fe y de amor, y con la esperanza de salvación como yelmo. 1 Tesalonicenses 5:8.
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