«Pobre mujer abandonada» por su marido casquivano, que la deja sola con sus hijos desinteresándose totalmente de ellos. «¡Pobre separado!», dicen todos de ese hombre que ha sido cruelmente calumniado, burlado y despojado por su infiel esposa. Ni siquiera a sus hijos puede visitar. Pero aquella sacudida, les sirvió para echar fuera de ellos la vanidad y la falsa confianza en el ser humano. Aprendieron circunspección y serenidad.
Meditaron sobre lo efímero de eso que llaman felicidad mundana y, convertidos al Señor, fueron posteriormente creyentes destacados, y considerados por donde quiera que fueran. La gente, todavía hoy, los mira con extrañeza, pero con un respeto y un reconocimiento especial. Tal vez les consideran desgraciados, siendo como son los más serenos, dichosos y esperanzados.
¿Qué saben ellos de su interior? ¿Qué pueden juzgar, si no conocen éste y, por lo tanto, sólo miran lo superficial y no lo sustancial, que le capacita para la dicha y la serenidad, y que ellos ni tienen ni sospechan que se pueda poseer? Ellos son, a fin de cuentas, los dignos de compasión, y no ellos. Carecen de la riqueza espiritual que ellos tienen con tanta abundancia, y no pueden percibir los consuelos y el envidiable estado de paz en que estas personas viven.
El hombre de fe, es siempre una continua fuente de sorpresas y misterio para todos en su porte y en su hablar. Es comprendido por el Señor, y él lo sabe. Y siendo así, ¿qué importa lo demás? Entre los hombres, sólo es comprendido a la perfección por el que goza de la misma fe en Cristo, la misma confianza en Dios; la misma búsqueda espiritual. Las gentes no entienden su serenidad y humor, ni su humildad y gentileza a pesar de su situación. Hasta suelen considerarlo lerdo o inconsciente, pero ¡qué saben ellos!
En mi juventud conocí a un chico espléndido físicamente, simpático y de gran predicamento entre las jóvenes. Ir con él era tener pareja asegurada, ya que las chicas a quienes gustaba, que eran prácticamente todas, se procuraban una compañera para acompañar al joven que fuera con él. Todos eran sus amigos. Todo era éxito.
Años más tarde, me contaron que cometió toda clase de enormes errores, precisamente a causa de su atractivo personal. Murió joven de resultas de males venéreos. Sus compañeros, más normales y menos dotados que él, fundaron hogares, tuvieron familias y, unos más, otros menos, prosperaron, trabajaron y vivieron vidas fructíferas. No resplandecieron tanto al principio, pero su llama fue más serena y duradera.
No son los dones naturales de los hombres ni la «fortuna» lo que establece la dicha o la desdicha de los hombres. En Eclesiastés 8:10 se dice: «He visto a los inicuos sepultados con honra; mas los que frecuentaron el lugar Santo, fueron puestos en olvido». (Eclesiastés 8:10) Y ello es fácilmente comprobable.
No se trata de dejar indolentemente de hacer. Hay que esforzarse en realizar todo lo que de bueno se pueda, esté al alcance de nuestras fuerzas y con justicia, y eso no es fácil en este mundo. El fatalismo no es lo nuestro. «Todo lo que te viniere a la mano, hazlo según tus fuerzas», se dice en Eclesiastés 9:10. Pero entendiendo bien que «ni de los ligeros es la carrera, ni la guerra de los fuertes, ni aun de los sabios el pan, ni de los prudentes las riquezas». (Eclesiastés 9:11).
En resumen, se trata de trabajar en paz, confiar y esperar en paz. Hacer nuestra parte y esperar que Dios haga la suya. Por ello, y con la mirada puesta arriba, donde está Cristo a la derecha del Padre, hagamos lo que podamos con todo entusiasmo, pero serenamente y con paz. Sabemos que «cuando Cristo, nuestra vida, se manifieste, nosotros seremos manifestados con Él en gloria». (Colosenses 3:4).
Alabemos a Dios por su obra y su misericordia y recordemos las palabras tan bellas de Eclesiastés 12:6, 7: «Antes que la cadena de plata se quiebre, y se rompa el cuenco de oro y el cántaro se quiebre junto a la fuente, y la rueda sea rota sobre el pozo, y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio». Dichoso aquel a quien es dado ofrecer su juventud preciosa al Señor, y que El la reciba (G. PAPINI).
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