La realidad es una. Mas la forma de percibirla, valorarla, asumirla, o rechazarla, es variable y tiene tantos matices como individuos la perciben. Hay tantas formas, que podríamos decir que cada persona vive una realidad específica «según el color del cristal con que la mira». Es decir, hay una realidad objetiva, y multitud de realidades subjetivas.
Cierto es, que ante una misma realidad hay multitudes que piensan o reaccionan, aparentemente, de modo unánime.
Cierto es, que ante una misma realidad hay multitudes que piensan o reaccionan, aparentemente, de modo unánime.
Sólo es apariencia; la reacción es uniforme en una masa movida por idénticos resortes mentales y estímulos externos, pero las motivaciones, a pesar de proceder de raíz y expresión común son totalmente distintas, como lo son los verdaderos e individuales impulsos que las producen. Nuestra propia e individual apreciación de algo que sentimos como exacta e invariable, resulta modificada tan pronto recibimos un aporte de información, o el estímulo adecuado y amoldado a nuestra subjetividad.
Un vendedor de electrodomésticos que circulaba por una ancha avenida, contempló una gigantesca grúa de las que usan los constructores de grandes edificios. Esta persona, con alto sentido cívico y del deber, percibió el peligro de aquella instalación y se propuso denunciar aquel desacato a la prohibición del montaje de tales máquinas. La vía era de gran tránsito de personas y vehículos, y había grave peligro para todos los transeúntes.
Al aproximarse, pudo leer el gran cartel en el que figuraba el nombre de la compañía constructora que usaba aquella grúa. Era justamente la empresa a cuya oficina central se dirigía este vendedor para tratar de colocar sus electrodomésticos... ¡precisamente para aquel gran edificio!
¿Lo denunció? ¡No! ¿Cómo iba a poder realizar negocio alguno con la dirección de la empresa si los denunciaba? Así pues, en cuestión de minutos, cambió subjetivamente la apreciación de aquel hombre en su valoración de la situación.
Sé bien de este asunto, porque resulta que el celoso y fracasado denunciante era... ¡yo mismo! Hace de esto muchos años, pero es igual. En aquel tiempo pensaba igual que hoy. Con matices distintos y quizás menos madurez y conocimiento, pero fundamentalmente igual; y no denuncié, sino que claudiqué y callé. Eso es todo.
Por eso hoy me guardo mucho de juzgar, pues si tengo en cuenta la debilidad humana y las variantes de las situaciones ya no puedo ser tan rígido ni justiciero. ¡La vara para otra espalda! Éste es el sentir general en todas las personas y en todos los tiempos.
Hablamos sobre las actitudes ante el acoso de nuestro entorno. La actitud lo es todo. Ni es sabio meter la cabeza en un hoyo, como avestruz asustada, ni cargar con furia, a testarazos, contra el toro que viene hacia ti. Ante las amenazas y agresiones que en la vida nos circundan y acosan, no podemos responder continuamente rehusando, huyendo, o lamentándonos. Ni, por el contrario, yendo ciegos al choque frontal.
Sólo queda dejarnos caer con aplomo inteligente pero activo, ante lo que en las leyes inexorables de la vida no podemos modificar. Se trata de adoptar una actitud pasiva, no negativa. No se trata de no hacer nada, como en el abandono fatalista del desesperado o la pasividad negligente del perezoso.
Si puedo hacer frente, evitar, eludir o modificar alguna situación hostil, lo haré hasta donde lleguen mis fuerzas y mi ingenio. Ésa es la ley de la vida. Pero si no puedo hacer nada y mi esfuerzo o mi inquietud no pueden modificar la ley que me ata o me mueve... ¿Para qué enfrentarme a ello física o anímicamente, si no gano nada con esta actitud? De ello provienen las terquedades, los pleitos y las frustraciones.
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