.
¿Cómo hablar de mi amor y mi devoción para con mi amado pueblo, Alcalá la Real , en el que viví continuamente durante 30 años desde mi nacimiento? Nadie puede escrutar y describir los sentimientos que me embargan cuando deambulo por la calle Pedro Alba, contemplando y recordando las fachadas señoriales, la calle Oteros tan estrecha y tan misteriosa para mí, el antiguo Hospital, otrora también inclusa, etc. Las entrepuertas de La Mota , con su sobrecogedora soledad en cualquier día oscuro y frío, característico de Alcalá, y tantos lugares para mí tan significativos y de tanta influencia en mi vida interior.
Recuerdo (no lo puedo olvidar), el toque a muerto (generalmente una persona rica o conspicua), de las campanas de la formidable y bellísima torre de la casi derruida Iglesia de Santa María la Mayor , en plena fortaleza de la Mota , tan sonoras y significativas.
Campanas tristes de la vieja Mota
De ronca esquila que traspasa el alma,
Recuerdo triste...
Aun hoy, me paro a contemplar el bellísimo y cabalístico equilibrio entre su anchura y su altura, y su orgullosa y rampante hermosura. Domina desde lo alto toda la fértil comarca, como presidiendo las torres de aviso que hay en su alrededor.
Nunca olvidaré mi Iglesia de San Antón tan hermosa, y (ojo, paisanos) tan abandonada. Con aquel pequeño recintillo del «Señor de la Misericordia », siempre tan solo en las noches de invierno en que parecía que se cortaba el frío. La iglesia de Las Angustias, la de Santo Domingo, de la que aun espero vehementemente que será restaurada algún día; la de San Juan, a la que me gustaba llegar desde los callejones medievales que llevan hasta allí desde la Mota y bajar por la calle Rosario.
Y, como no. La Iglesia de Consolación, que tantos episodios ha escrito en mi vida y en la de todos los alcalaínos. Con su nave central inmensa y que tantas noches visité cuando silenciosa y fría, me ofrecía el único lugar para mis meditaciones.
Mi unión o vinculación con Alcalá es tan estrecha, que al final terminaré por ir a morir a ella, como animal herido que va a su cubil. Todo en Alcalá, es fuente y motivo de nostalgia para mí. Aun puedo evocar cuando entro en la plaza del Ayuntamiento, a los niños cuando jugábamos a «cangreje» y los «liques» de Iro y compañía.
Cangreje,
Harinilla y harineje.
Tengo un patio
Muy bonito
Debajo, una higuera
Que echa los higos chumbales...
.
Los «tallos», tan ricos por las mañanas, los «hornazos» para el día de San Isidro, y para cuando era el «Día del cerro» con sus pitos de barro y «La hermana Mayora» con sus banderas y estandartes.
Las solemnes campanadas del reloj del Ayuntamiento, o los gritos mañaneros de los «castilleros» preparando sus mercancías de frutas y hortalizas, que tan denodadamente cultivan, y vendían y venden en Alcalá. Todavía hoy, me parece oir a veces el ruido de los vehículos subiendo por la calle Alonso Alcalá, donde vivía en una inmensa casa que ahora es un bloque de viviendas, y un banco o Caja de ahorros en sus bajos.
Aquellas tardes en casa del tío Cristóbal (falangista él, al contrario que mi tío Pepe era republicano y lo pasaron mal los dos), zampándome la propaganda de Adler y Signal, las dos revistas que hablaban de los triunfos alemanes en la segunda guerra mundial. Yo era un furibundo germanófilo, y cuando las revistas empezaron a publicar en sus páginas asuntos poco relacionados con las primeras campañas triunfadoras germanas, sufrí un tremendo choque en mi niñez. Era la primera vez que mis ideales empezaban a desmoronarse.
Las tardes con mi hermano Miguel, poniendole la cabeza como una zambomba, con mis locos relatos que él se bebía literalmente. Yo mentía como un bellaco, pero también me creía lo que le contaba. Una antiquisima y oxidada escopeta y un sable de mi abuelo, nos daban la ocasión de calentar la situación dramática de los relatos, allá en la gran terraza de la casa.
Por si fuera poco, chupábamos los chorizos que mi madre colgaba de aquellas cámaras, haciendo luego con los labios el cierre de tal modo que mi madre no se percibiera de la sustracción. ¡Y vaya si se notaba, pero ella se hacía la boba.
Aquellas cámaras de leña del obrador en la pastelería de un amigo entrañable, donde encontramos revistas antiguas con escenas escabrosas, y que devorabamos y comentábamos como entendidos “maduros del sexo” entre nosotros. Y las tardes de lluvia en la que nos empleabamos en envolver caramelos, sin más retribución que “el diente libre”, es decir que podíamos comer los caramelos que quisieramos mientras trabajabamos, pero solo los trozos sueltos.
Las palomas que fueron mi gran afición, además de las chicas, y que se comieron literalmente dos mil kilos de yeros americanos que mi padre guardaba en una de las cámaras. Entraban por un ventanuco y yo creía que se alimentaban de lo que encontraban en el campo.
Era tal mi capacidad de convicción, que mi padre creo que llegó a creerselo, hasta que un día comprobó el desastre que le habían hecho las palomas de su hijo. No sé como me dejó vivo, y desde luego mucho me debía querer cuando me dejó seguir con las palomas.
Aquellos partidos de pelota en la plaza, con un niño que vigilaba y que de vez en cuando gritaba .-¡que viene un municipal!- y el buen hombre se demoraba para darnos tiempo para recoger nuestra pelota de trapo o de papel, y hacer la comedia de que no jugábamos. Comedia que cuando la rememoro, no deja nunca de darme risa.
Y las farolas que se podían hacer sonar, subidos en ellas. Aquellas niñas jugando a la rayuela: las ya mocitas, a las que tanto hacíamos rabiar levantándoles las faldas en rápidas carreras para cogerlas desprevenidas, y de las que escapabamos entre risas por nuestra parte y los insultos (bien merecidos) de aquellas, con algún que otro tortazo que conseguían sacudirnos.
Las cañas partidas que hacíamos servir de esquís por la calle Veracruz cuando después de una nevada, tan frecuente en Alcalá, nos dejábamos resbalar por ella aprovechando su empinada cuesta. Y a los pozos, que hoy solo de pensarlo me pone los pelos de punta.
Excursiones a los Tajos, a las Cruces... o a La Mina , que por cierto no sé si ya existe hoy, y que nosotros los chicos creiamos (y así puede que sea), era un largo laberinto que nos podía llevar a La Mota. ¡Cuantas veces penetrábamos en aquella cueva tan sugerente y misteriosa, y nos volvíamos miedosos cuando apenas habíamos penetrado en sus húmedas entrañas unas docenas de metros! El más valiente era, claro está, quien más profundamente había entrado en ella.
Aquella juventud cándida y anhelante, curiosa y temeraria, ebria de vitalidad y buscado desesperadamente saltarse los pequeños horizontes a los que nos habían confinado las secuelas de La Guerra Civil o mejor dicho, incivil.
Ansiosos de horizontes y conocimientos, encerrados en aquel casino tan hermoso, nos costaba un esfuerzo titánico procurarnos el dinero para poder pagar la cuota mensual. Pero la pagábamos, porque a algunos (muy pocos) nos proporcionaba la ocasión de hablar de Rubén Darío, García Lorca, Miguel Hernández, Unamuno, Machado, y otros escritores prohibidos como Felipe Trigo, Eduardo Zamacois, Fray Candil... y tantos autores por aquel tiempo tan desfenestrados, como el mismo Jacinto Benavente. Y cuanto más prohibido, mejor.
Todo ello con un aire de misterio, para no ser descubiertos y expulsados del casino. Lo que nos recomendaban y podíamos leer sin cortapisas era Machado (Manuel) Pereda con su obra Peñas Arriba, Sotileza etc. recomendadísima por todos y especialmente por las fuerzas vivas de aquel tiempo. Teniamos algunos de 14 a 16 años por aquellos tiempos.
Blasco Ibañez, Galdós, Azorín, Baroja, Benavente,etc., a los que me devoré varias veces, y me hizo por aquel tiempo devoto de los héroes de Trafalgar, Churruca y Gravina, y odiar al detestable cura Trijueque. Leíamos y escribíamos poemas, que discutíamos secreta y acaloradamente.
Ortega y Gasset, encendía nuestros ánimos, cuando nos describía como «tigrecillos encerrados en los casinos»; en la jaula de nuestras propias limitaciones, y en el entorno de aquel tiempo. Más adelante, con el establecimiento de la Biblioteca Municipal tuvimos acceso más fácil a más libros, y ya podíamos hablar y comentar con la bibliotecaria de la que todos conocéis el nombre. Mi mayor afecto y admiración hacia ella y su trabajo, tan espléndido con los jóvenes.
Las palabras de Machado, casi proscrito en aquel tiempo, nos encendían en quimeras y anhelos sin concreción alguna, pero era casi nuestro «Leit motiv» de vivir. Los estudios y todo lo demás, no tenían mayor importancia para nosotros o por lo menos para mí. Había en nosotros el empuje de una generación que deseaba, ante todo, superar los traumas de la guerra, y sus desdichadas secuelas. No sabíamos exactamente lo que queríamos, y sin embargo creo que lo percibíamos muy bien.
Alcalá debe mucho a estos jóvenes, pioneros de la libertad y de las inquietudes de progreso. Fue la Alcalá más altruista y audaz, que sacrificó sus espectativas de éxito para darle a la vida del pueblo (hoy ciudad), un tono de despegue y de renovación, aunque no sabían que lo estaban haciendo, aparte de estropear sus carreras y su porvenir.
También fuimos (y en mi caso fue así) la desesperación de nuestros padres que, desde luego, eran los primeros en no comprendernos empeñados en empujarnos a nuestro éxito material. A pesar de todo, insistimos en nuestra locura tan épica y primordial para nosotros, y que tanto nos distinguió por la demencia temeraria que observaban los que nos conocían.
Dejamos en el puerto la sórdida galera
Y en una nave de oro nos plugo navegar
Hacia los altos mares sin aguardar ribera
Lanzando velas y ancla y gobernalle al mar.
¡Cuantas veces, adolescentes, mirábamos la carretera de Granada con un impulso que nos hacía vibrar el corazón, imaginando lo que habría de haber tras los horizontes que vislumbrábamos desde la Mota ! Para mí todo era algo inflamable con mi imaginación. Romántico hasta más no poder, deseaba darle a toda relación ese toque de lealtad y un halo de imaginación.
Las tardes del «Juego pelota» que así se llama este lugar, y no el repipí «Juego de pelota» quizás reminiscencias del de la Revolución Francesa. Allí y en la Plaza jugaban las chicas a la comba, y nosotros estábamos atentos al vuelo de sus faldas. Ellas lo sabían, y se las recogían con las manos, frustrando así nuestro ladino acecho. De todos modos algo veíamos, y eso era bastante.
Al pasar la barca
Me dijo el barquero,
Las niñas bonitas
No pagan dinero...
¡Ay! del muslín si arrojado
Osó ofender a la Cava...
Todavía recuerdo estos versos del fascinante relato.
El Coto. Expansión de nuestras vitalidades y nuestros cuerpos. El Coto unió a los jóvenes de nuestro entorno, mucho más que tantas celebraciones que precisamente trataban de obtener, sin conseguirlo, lo que la camaradería del deporte lograba sin esfuerzo alguno.
Aquellos equipos de futbol, sin más equipamiento que aquel que el noble entusiasmo procuraba por medio de lo que cada uno se aportaba. Alpargatas, zapatos de paseo, (luego había que explicar esto a las madres), raras veces botas y rarísimas veces, verdaderas botas de futbol. Pero el equipo de Alcalá jugaba, y se proyectaba solo con aquellos pobres rudimentos que a veces rozaban lo ridículo.
Adelante campeones
Del equipo volador
El que no tenga calzones
Que se ponga un bañador.
¡Cuantas veces teníamos que saltar lugares, prohibidos para conseguir oir zarzuelas! Y no es que estuviesen prohibidas formalmente, porque en tal tiempo ni lo sabíamos, aunque que no eran ni mucho menos asequibles a los jóvenes que no tuvieran muchísimo interés en oirlas. ¡Que maravillosamente jugosa nos parecía aquella música en aquel tiempo! El tiempo de la «Vaca Lechera», Machín etc. y otras de contenido patriótico.
Prietas las filas recias marciales
Nuestras escuadras van
Cara al mañana que nos promete
Patria justicia y paz (o pan)
O
Montañas nevadas...
.
Aquella Academia que llamabamos «La Estaca », como contraposición con el Colegio de Málaga llamado El Palo, adonde iban los más privilegiados, tanto de Alcalá como de todos los pueblos del entorno. Aquellos profesores repletos de vocación y ¿porqué no decirlo? de necesidades y mucha incomprensión por parte de alguna gente, pero de un estilo y un interés impresionante ¡Como los recuerdo!
Ya más cuajados, las escapadas en bicicleta para reforzar a los equipos de futbol de los pueblos cercanos. Después de un partido de fútbol, y de bailar como locos en las casetas de la feria del pueblo en cuestión, tal vez a 30 kilómetros , volvíamos a Alcalá en bicicleta de nuevo a las tantas de la noche, y con la reprimenda asegurada por parte de nuestros padres. ¡Como os recuerdo, dulces amigos!
Nuestro hermoso «Paseo», que así se llama el parque de Alcalá con sus «marmolillos», sus bancos de piedra (que hasta para eso es señorial mi pueblo), y presidiendo todo, la Cruz de los Caídos detrás de la cual hacíamos bellaquerías algunos chicos y chicas.
Los cines de verano y El Teatro Martinez Montañés, con su «gallinero» su anfiteatro y su «patio butacas» donde nos proyectaban al principio aventuras de vaqueros con sus heroes a caballo. Más tarde Sudán, el héroe Sabú... y otras en «Tecnicolor» amén de alguna que otra obrilla de teatro. Para nosotros era un banquete.
Cuando pusieron (o quisieron poner) la «Blanca doble» una revista picante para aquel tiempo (hoy sería bastante pacatilla) las gentes se debatían entre la moral y la curiosidad. Hubo altercados, y al final creo que no la pusieron. Ya no lo recuerdo, pero creo que yo no la ví.
Aquellas aventuras cinematográficas y sugerentes «adelantos», nos vovían locos y encendían nuestra imaginación, aunque las veíamos a trozos por la costumbre de los «descansos» y los apagones que nos dejaban en tinieblas a mitad de la proyección. Aquella juventud que cantaba:
Desde que vino la moda
De los abrigos granate
Parecen los señoricos
Papas fritas con tomate.
Y las chaquetas blancas que hicieron furor y que hicieron popular la canción:
Madre yo quiero, yo quiero,
Quiero una chaqueta blanca
Con los bolsillos de parche
Y los botones de nácar.
Lo mismo me dá de seda,
Que de hilo, que de lana.
Madre yo quiero, yo quiero,
Quiero una chaqueta blanca.
Aquellos años de Machín o Bonet de Sampedro, la famosa Orquesta Orozco tan esperada todos los años en Alcalá, y que a veces traía una vocalista que era la comidilla de los chicos...y de las chicas, con sus melancólicas y líricas canciones cuando venían a las casetas de la feria de Alcalá. Esta feria era, entre todas, la más hermosa, con enorme cantidad de ganado y muchas transacciones, y que esperábamos con ansia y también despedíamos casi con frenesí para aprovecharla a fondo.
Aquellas chicas, adolescentes, casi nos eran indiferentes (nos parecía a nosotros) al lado de las cuales blasfemábamos para escandalizarlas. Las mismas a las que perseguíamos de aquí para allá en procesiones, a la salida de «misa de doce», y en cualquier lugar donde ellas se encontraran porque allí las buscábamos.
Más adelante, aquellas preciosas jóvenes, hoy matronas y quizás ignorantes de lo mucho que las amamos, eran para nosotros un acicate y las elevábamos hasta situarlas a un nivel sumamente romántico, enfrascándonos en un culto caballeresco imitando a los héroes de nuestras mentes calenturientas.
Y es que en aquellos tiempos una chica se cotizaba mucho, y continuamente andábamos de escondidas para verlas y hablarlas. A veces para escuchar que nos mandaran a la porra, por pesados, y no ser exactamente la persona en la que ellas pensaban. Pero nos «arrimábamos» a todas.
¡Ah, amigas mías! Os recuerdo con toda la dulzura de mi corazón, y aun cuando os vea ya mayores, no temáis sobre lo que piense de vosotras porque yo siempre os contemplaré con todo el amor de que soy capaz. Lo poco o mucho que me has dado tú, amiga que me lees, lo he agradecido y lo recuerdo y recordaré mientras viva. No te sientas olvidada. Yo, te recuerdo. Sois el mejor recuerdo de mi juventud. ¡Benditas seáis!
Los bailes organizados en la casa de alguna chica, y a la que los varones llevábamos garbanzos tostados y sangría muy aguada (no había dinerito para más). Ellas limpiaban (con nuestra ayuda en lo más gordo) el salón de baile, y lo adornaban con cintas y farolillos que recogían al final de la fiesta (al dar las diez y ni un minuto más), para otra vez en otro baile volverlas a poner.
¡Que maravillosas chicas! ¡Cuanto les debemos (al menos yo) en ternura, belleza y alegría! Llenas de simpatía y buenas formas, eran nuestras cómplices para preparar nuestros modestísimos saraos, y eso sí, bailaban todas con todos. Ninguna, ni ninguno, se quedaba sin bailar.
Los músicos se turnaban para participar en el baile, y eran nuestros propios amigos. Una guitarra, un laud, una bandolina y algún instrumento más que no recuerdo, (orquesta de pulso y púa, la llamábamos nosotros), bastaban para que pasásemos las fiestas más alegres y con una solidaridad confianzuda entre chicos y chicas verdaderamente ejemplar.
Hoy, Alcalá ha despegado y resulta ser una ciudad en plena expansión, con un vigor y un potencial increíbles y todavía sin explotar adecuadamente. En cuarenta años de viajes por toda España, pueblo por pueblo, de los más grandes, muchos me han dicho:¿Usted es de Alcalá la Real ? ¡Que frío!, ¡Pero que gente más acogedora! -Yo estuve allí en la guerra o como vendedor etc. pero me acuerdo con gran cariño de Alcalá.-
Nadie me ha hablado de nada negativo sobre Alcalá, y no ha sido exactamente por cortesía. Es que Alcalá ha suscitado un atractivo misterioso sobre todo el que la ha visitado.
Como hay que acabar alguna vez, y no deseo extenderme demasiado, no quiero que se crea que olvido a las personas de mi generación, y también que me mostraron un afecto que tal vez (y pido perdón por ello) no habré sabido corresponder como merecen. Pero a todos quise y a todos quiero hoy. Muchos viven, por fortuna. Otros ya nos han dejado, pero todos tienen un lugar muy calentito en mi corazón.
No puedo dar nombres, porque no acabaría este relatillo, ni me cabrían en él y no quiero agraviar a nadie por omisión involuntaria, pero sabe lector amigo, que me has conocido y tratado, que soy tu amigo y que seguro que te estimo mucho más, tal vez, de lo que puedas sospechar. Alcalá es mi patria, y amo a Alcalá y su gente. ¡Que conste!
No hay comentarios:
Publicar un comentario