El incrédulo siente pánico por la sola mención de su muerte, y no entiende la actitud serena y desafiante del cristiano ante este acontecer inevitable. No entiende la aceptación cristiana, mansa, de la desgracia, el desprecio, la lucha sorda y anónima, desconocida o ignorada voluntariamente por los mundanos. La vida, en fin, de quien se abstiene alegre y voluntariamente de tantas cosas que para el incrédulo son tan imprescindibles.
La ausencia de angustia en su vida, la mansedumbre con que contemplan que otros sin escrúpulos, quieran echarles de lado en sus trabajos a codazos y zancadillas. Su sosiego y paz ante la murmuración calumniosa. El reconocimiento, franco y espontáneo, de una equivocación, etc. Como sostiene la verdad oponiéndose a toda clase de alienación y vasallaje a hombres o ideas. El extraño a esta vida, no lo entiende; no puede entenderlo.
Esta mentalidad, así expuesta, puede parecer a los burladores muy excluyente o demasiado dogmática. Acostumbrados a la «verdad relativa», al debate y a la casuística, no pueden entender ni asimilar la simplicísima rotundidad de la fe, ni la seguridad con que el creyente vive su elección, llamamiento, y completa salvación y redención. Su sabiduría, en la fe de Cristo (1 Corintios 1:30).
¿Es que sois superiores? dicen agraviados y en su interior envidiosos de estas conductas cristianas. ¿En qué se diferencia un cristiano de nosotros? ¿Tal vez debemos pensar que, de su naturaleza humana, emanan mejores sentimientos o más deseos de hacer el bien? ¿Acaso una ética arcana y misteriosa?
Contestamos: No; no es así. Un hombre es igual a otro genéricamente, como hombre natural. La diferencia esencial e insalvable entre ambos, cristiano e incrédulo, es que el primero tiene su confianza puesta en Dios. Ésa es su inteligencia y su distinción. El pagano confía en sí mismo, que es confiar en nada.
La pregunta que se hace a los cristianos, por muy capciosa que sea, tiene una escueta contestación. A la pregunta: ¿Es que ustedes no son pecadores?, la respuesta es: Sí, somos pecadores. Aunque pecadores perdonados.
Pecadores que han tirado a la basura del mundo, de donde han sido sacados por gracia, todas sus justicias, sus cualidades, y todo lo que en ellos representa para el mundo algo que, de algún modo, se concierta con lo más excelente de él. Para el cristiano estas excelencias son consideradas como estiércol (Filipenses 3:8).
Nuestra suficiencia proviene de Dios que nos reconcilió consigo mismo por medio de nuestro Señor Jesucristo (2 Corintios 5:19). Ese es nuestro honor, nuestra excelencia, nuestra seguridad, y todo lo que hay de bien en nosotros. No necesitamos nada más. La buena obra adorna y confirma nuestra vocación y elección (2 Pedro 1:10). Eso es todo. Cristo es todo eso en nosotros, y Él hace todo lo excelente en nosotros.
En Dios solamente se aquieta nuestra alma (Salmo 62). ¡Ay del que confía en otra roca, en otro brazo, en otro poder de salvación! Somos de Dios, y eso nos basta. El es nuestra vida, nuestro consuelo, nuestra alegría y nuestra gloria presente y futura. Confesamos a Dios Padre, a Cristo el Hijo, y vivimos siendo morada del Espíritu Santo. He aquí la diferencia.
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