¿Eres
tú el que ha de venir o esperamos a otro?
Jesús respondió:”Id y contad a Juan
lo que habéis visto y oído… y feliz el que no se escandalice de mí” (Mt 11,2-6)
Esta Semana, llamada Santa, se inicia con
el Domingo de Ramos, en que se celebran dos aspectos fundamentales del misterio
pascual: La vida o el triunfo, con la procesión de las palmas y ramos en honor
de Cristo Rey; y la muerte o el fracaso, con la lectura de la Pasión correspondiente a
los evangelios sinópticos -la de Juan se lee el viernes-. Desde el siglo V se conmemoraba en Jerusalén, con una procesión, la entrada de Jesús en la ciudad
santa, el denominado «Domingo de Ramos», poco antes de ser crucificado.
Mientras por las esquinas y desde los
balcones van saltando al aire primaveral las saetas en encendidas gargantas de
hombres o mujeres que lloran el dolor de la Madre por el Hijo Crucificado, voces limpias, sin
palmas, sin guitarra, que trasmiten una emoción tan honda como el
arrepentimiento y el llanto: “No eres tú mi cantar, pero me llegas muy
adentro, cantar de la tierra mía que echa flores al Jesús de la agonía”.
En esos cantos populares, sube al
cielo el incienso de la fe de nuestros mayores, reflejo de la pena interior que
siente la gente al rememorar la Infinita Pasión de Cristo, misterio esencial del
nacer, amar y morir del creyente. Es el sufrimiento sin límites del Hijo del
Hombre o la pena de cauce oculto y madrugada remota, según otro poeta.
El evangelista Juan dice: “Existía
la luz verdadera, que ilumina a todo hombre”. “Yo soy la luz del mundo;
el que me siga, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”
(Jn 1,9; 8,12). Jesucristo que impartió la misericordia, que mandó el amor y
murió dando el perdón, nos invita que hagamos lo que hemos visto y oído; mirad
cómo he amado y lo que yo he hecho; no he hecho una revolución cruenta, no he
traído al mundo la agresión y las armas; he cambiado el mundo con la fuerza del
amor al prójimo, el gran camino de luz a lo largo de los milenios".
Es la luz que debe animar la relación entre
todos los pueblos de la tierra, la convivencia universal en un mundo sin
fronteras; pues "lo que cambia al mundo no es la revolución violenta, ni
las grandes promesas, sino la silenciosa luz de la verdad", proveniente
del Dios cercano que nos da la certeza de que no caemos en el olvido, como si
el hombre fuera un producto de la casualidad.
A este Dios, dijo el Papa, debemos
acercarnos, para convertirnos en "una de las luces más pequeñas" que
él enciende en la historia y así traer, en la vigilia activa de la espera, luz
al mundo. La luz que ha venido para iluminar a todo hombre. “Yo soy el
camino la verdad y la vida”, sigue diciendo Jesús en nuestras calles a
través del Cristo de los Gitanos, el Señor del Gran Poder, el del Silencio o el
Cautivo.
No ha sido la laicidad, sino la
tradición que ha convertido hace siglos la religión católica en fundamento de
nuestra vida, como lo expresan con emoción los costaleros que llevan a hombros
al Cachorro, a la Macarena
o a la Virgen
de las Angustias.
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