Podemos figurarnos todos lo que sería un mundo sin ley ni orden,
en el que cada uno siguiera sus instintos. Podemos preguntarnos, como los discípulos
de Bakunin, el anarquista ¿por qué Dios hizo el mundo así, y no trajo la paz
perpetua y la alegría y salud para todos? La respuesta es obvia: la libertad.
Dios trajo al hombre y le dio discernimiento para que, en su libertad, pudiera
elegir y hacer lo que más conviniera a él y a los demás.
El fallo descrito en el Génesis nos dejó desamparados, sin
libertad, y sin criterio. Hacemos o que nos parece bien según nuestros
instintos o inclinaciones, y la enfermedad campa a pesar de que muchas de ellas
son provocadas por nosotros mismos. El borracho echa la culpa al alcohol,
cuando vemos que hay multitudes que ni siquiera beben alcohol, y otros la saben
controlar más o menos. Y así, todo se puede trasladar a cualquier cosa que hacemos los humanos.
Somos hijos de la desobediencia a las suaves normas del Espíritu
de Dios que aconseja y muy bien a todos que se abstengan de toda clase de mal.
Calculen lo que sería que, aunque solo fuera la ley del Antiguo Testamento la
que se llevara fielmente, el mundo sería una balsa de aceite, sin mayores
problemas que los heredados de nuestra primitiva naturaleza de desobediencia.
Pero la primera desobediencia, el primer desacato a las suaves
normas de Dios trajo la libertad en manos del hombre. Desde entonces ¿Cuándo ha
habido verdadera libertad? Los hombres tienen que hacer leyes y reglamentos, para
poner bozal al tigre que todos llevamos dentro. Sin ellas no sería posible la
vida humana sobre el planeta.
Sabemos todos que hemos de morir antes de los cien años salvo
excepciones, y aun así los tiranos, o los que lo son con disimulo, se empeñan
en hacer esclavos a los hombres para que les sirvan de peldaños por donde subir a ¿qué? Napoleón, Alejandro,
Gengis Khan, Hitler y tantos otros murieron relativamente jóvenes. ¿Cuántos males
trajeron sobre gran parte de la humanidad? ¿Porqué y para qué?
Aun así los hombres viven en la vanidad de su mente, ajenos a la
vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos; por la dureza de su corazón. Y
así estamos atestados de todos los males y de intentos contra Dios en las
personas de sus prójimos. En lugar de lamentarnos por las carencias de una
parte enorme de la humanidad, podríamos juntos sinceramente eliminarlas, porque
podemos y solo hace falta el querer.
Los políticos no se interesan mayormente de estas cosas. Creamos
sistemas políticos que no tienen más remedio que ser adulterinas porque no
hemos contado con Dios en esta tarea de la que tenemos la guía en la Santa Escritura y con la que
podemos hacer (haciéndola lealmente) de este mundo, si no un paraíso, si mucho
mejor y más justo por lo menos que el que hemos construido los hombres usando una
inteligencia y un discernimiento que se nos dio para obedecer y ser felices y
tener vida eterna.
AMDG
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