Cuentan del mítico “Preste Juan” despojado por Temujín, (Gengis Khan) el conquistador mongol, que fue visitado por éste en la cueva donde tenía su único refugio. « ¿Qué quieres de mí? Me has quitado mi reino, mi familia, mis riquezas, y mis hijos. Sólo tengo ya esta cueva. ¿Qué más quieres de mí?», dijo el tan injustamente oprimido. El Khan poderoso, bajó los ojos y dijo lastimeramente: « ¡Quiero tu paz!»
Un ejemplo legendario de que el miedo no es algo que se domina fácilmente, ni aun por los más poderosos. El Khan le pudo arrebatar al Preste Juan todo cuanto tenía, pero no pudo arrebatarle la paz, y continuó toda la vida de conquista en conquista, más que para su propia gloria para olvidarse de su miedo. (PELLIOT).
El miedo es ineludible; los buenos psiquiatras, espiritualistas, científicos, y otros tantos, se esfuerzan en suprimir el miedo de sus pacientes, y no pueden suprimirlo de sus propias personas. Por supuesto no queremos restar mérito a su trabajo (no es el objeto de este escrito) porque, aun sin poder ni ciencia para suprimirlo, sí reducen con sus sugestiones y medicina, las manifestaciones interiores y reprimen algo las exteriores. Pero nada de eliminarlo del todo. Buena labor sí, pero incompleta y deficiente.
Real o imaginario, objetivo o fantasmal, el miedo nos acecha a cada paso de nuestra vida. Los supersticiosos son miedosos. Los que acuden a los «santones» que pululan junto con los médium, famosos de la cartomancia, y devotos fetichistas, por nombrar algunos, son miedosos. Y aun la persona más normal y equilibrada, según la apreciación del mundo, esconde abundante miedo dentro de sí. De ahí, la floreciente amalgama de supersticiones que en todos los tiempos han existido y existen. Todo a causa del miedo.
Recuerdo a un amigo que me invitó a acompañarle en su magnífico automóvil, a un viaje de relaciones públicas. Tenía un aspecto tan seguro, un optimismo y una desenvoltura tales, que sentí como Asaf, que casi se deslizaron mis pies. «Por poco resbalaron mis pasos. Porque sentí envidia de su arrogante y próspera impiedad. Fue duro trabajo para mí» (Salmo 73).
Cuando por fin conseguimos descansar un poco de tiempo, con la calma y confianza de compañeros de viaje, en el interior de su flamante automóvil en situación de cambiar confidencias, ocurrió algo inesperado para mí. Súbitamente se desarmaron sus resortes de autocontrol y, conociendo mi condición de cristiano, comenzó a decirme: ¡Ah, si yo te contara! Y ante mi perplejidad desgranó una serie de problemas, conflictos, temores, y desgracias totalmente impensables para mí unos minutos antes.
Hasta entonces, yo había permanecido atónito ante su anterior comportamiento y auto-confianza. Le escuché más de dos horas, y de haber sido posible hubiera estado hablándome más tiempo aún. Yo permanecía mudo, anonadado y confundido. Al final transpirábamos los dos y si yo estaba pálido, él tenía el rostro desencajado y respiraba con dificultad. Había lágrimas en sus ojos; no sé qué aspecto presentaría yo.
No podía pensar. Tal era el torbellino de emociones que me trasmitió. Por un momento salió del automóvil para visitar a un cliente y yo, que no quise acompañarle, me quedé en el interior. «¡Dios mío!», sólo acerté a decir, conmovido y afectadísimo por tanta desgracia. Si yo tuviese la décima parte de los problemas que este hombre arrastra, ya me habría muerto varias veces.
No era cierto; podemos resistir mucho, pero en aquel momento no fui capaz de elaborar otra clase de pensamiento. Sólo a su regreso, cuando le vi venir con su característica desenvoltura, dije para mí: «A su lado soy insignificante; todo en él parece triunfo». «Pero en cuanto a mí el acercarme a Dios es el bien» (Salmo 73:28).
Todo en este hombre era fachada de triunfo y realidad doliente y desesperada. Yo, mínimo ante él, daba gracias a Dios por echarse sobre sus fuertes hombros, mis dolencias y mis preocupaciones. Y es que confiar en Dios es la mejor medicina y la señal de buena salud.
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