Soy
algo altruista, y trato de comprender los problemas de los demás, porque en
realidad todos compartimos la dicotomía (διχοτομία) del ser humano irredento, y la
misma esquizofrenia mental que afecta a todos los
cristianos. Por una parte somos gente digna
de que Dios se apiade de nosotros, porque la vida es como decía la salve antigua
“un valle de lágrimas”. Por otra la
congénita depravación preconizada por los calvinistas y otros.
Estoy
seguro de que el Creador contempla nuestras vicisitudes con mucho amor, porque
sabe que somos débiles y terriblemente soberbios, y que nos metemos en líos
solo por ello, y por la curiosidad propia del que administra
de forma extremadamente desacertada una libertad inmerecida.
Si
obtenemos libertad, nos quejamos como el pajarillo, solo y helado de frío en lo
alto de un tejado. Si nos meten en una jaula de oro, al abrigo de avatares, con
todo solucionado, nos quejaremos de que carecemos de la libertad
ansiada.
Y
no somos felices… porque no queremos serlo.
Porque nos introducimos en esferas de la vida y de la inteligencia que sobradamente
nos sobrepasan. El ser humano, hecho a imagen de su
Creador, tiene muchas aspiraciones que en Dios son posibles, y en nosotros
completamente inalcanzables.
De
ahí esa sensación de que nuestra vida se acaba, sin conseguir las metas o
aspiraciones que hemos cobijado en nuestro interior. La
envidia es solo una manifestación de tal decepción.
Un rico que tiene un yate de 30
metros , lo pasa fatal cuando ve en el embarcadero donde
aloja su magnífico barco, otro yate de cincuenta.
El
pobre nunca es rico, porque siempre aspira a más: Aquí cabe la antiquísima
coplilla de “el
que tiene un duro quiere tener dos”… etc. Porque estamos
hechos para algo que imaginamos, o lo deseamos imaginar, algo tan grande que
nos trasciende y nos hace ver, a pesar de nuestro orgullo innato, lo
lejos que nos hallamos por nuestras fuerzas o ingenio de cumplir nuestra sed de
grandeza y de inmortalidad.
Jesús
dijo que el grano de trigo si no se
entierra no dará fruto. Si nosotros no somos
reflexivos y no nos damos cuenta de nuestra dicotomía, en la grandeza a que
aspiramos y en la flaqueza en la que nos encontramos, siempre seremos pobres de
solemnidad. Y el olvido nos acecha, así como la vanidad de una vida
malgastada en afanes y quimeras.
La
sobriedad, la fe, la esperanza que nos lleve a hacer el bien a todos y
cada uno de nuestros semejantes, es lo único que puede redimirnos
de estos forcejeos, que al final terminan en la muerte,
sin que gloria o fortuna nos puedan acompañar. Esto se acabó y ahora espera el gran
misterio, solucionado en el creyente y en
suspenso o en la desesperanza del incrédulo.
AMDG
No hay comentarios:
Publicar un comentario