domingo, 5 de junio de 2011

EL MIEDO



Ese viejo y atormentador compañero del hombre desde el alba de los tiempos y que le acompaña a lo largo de su vida. Miedo de lo real y de lo irreal; miedo a lo que nos pueda suceder y a las consecuencias de lo ya sucedido; miedo a no conseguir lo que esperamos con ansia, y miedo a perder lo logrado trabajosa y precariamente. Miedo al vivir y al morir, al acostarse y al levantarse.

Miedo en la noche cargada de insomnio y sobresalto, y miedo a la perspectiva de enfrentarse a un nuevo día lleno de dificultades y oposición en todo lugar. Miedo a ser y miedo a no ser. A lo que digan o no digan. Miedo a nuestras flaquezas, a nuestras pasiones, al temperamento. Miedo a la conciencia, miedo a nuestros propios pensamientos, a nuestros errores, a nuestras incertidumbres. 2 Reyes 17:33-35, 41

Miedo a tomar decisiones o a dejar de tomarlas; miedo e incertidumbre que presiden la vida de toda persona. Tenemos, pues, una necesidad de liberación y pacificación urgente y angustiosa. Necesitamos la paz, como muchos dicen, «a cualquier precio». Pero ¿qué precio podemos pagar por ella? Por la paz verdadera, no por la transitoria de una transitoria euforia momentánea.

Cada consecución lleva consigo un nuevo desafío que afrontar, una nueva decisión que tomar. Es un círculo vicioso que no podemos romper de ningún modo. El miedo, así, no se podrá disolver nunca a ningún precio a nuestro alcance. Sabemos de multitud de personas que darían gustosas todo lo que tienen -y más si les fuera posible- por erradicar su miedo y obtener la paz.

El propio afecto y apego a uno mismo, es el que nos transforma en seres sin principios morales firmes ni defensas, pues al depender de una moral de situación o de conveniencia (tanto da), nos agitamos temblorosos y movedizos ante cualquier situación comprometida, como cañas agitadas por el viento. No somos fiables, por más que nos tengamos en mucho a nosotros mismos, y exijamos a los demás que nos traten como sabemos que no merecemos.

Aquel caníbal, comedor de hombres, dijo al misionero que le contaba en el año 1918, las terribles hecatombes que se producían en la guerra de Europa la «civilizada». Ante la descripción de las horrendas matanzas de las batallas del  Somme, Verdún, Artois... en donde sucumbían millones de hombres, dijo el caníbal al misionero: «Dios os castigará. No es lícito matar más hombres de los que pueda uno comerse».
 
Eso es fidelidad, rectitud y ser, consecuente con una moral bien definida e indiscutible. No lo que nosotros llamamos hoy  día «moral cristiana», tan elástica y acomodaticia. ¡Cuánto nos amamos falsamente a nosotros mismos! ¡Cuánta arrogancia, que puede ser pulverizada en un instante, por cualquier hombre fiel a su ética en cualquier lugar! El caníbal estaba sujeto a su moral, y permanecía fiel a ella. Nosotros con algo infinitamente superior, andamos flacos y dejados de la palabra de Dios y de Dios mismo.

¿Un cristiano con amor propio? ¿Qué cristiano? ¡Cuantas veces nos avergüenzan los paganos! Tenemos que reconocer, si somos sinceros, que no estamos preparados (ni lo procuramos), para dejar que Dios Omnipotente luche por nosotros. Algunos seguiremos esperando en su misericordia. ¿Tenemos ya a mano otra cosa? « ¡Bendita sangre y resurrección de Cristo! ¡Qué pequeños nos muestras ser, y qué grandes nos haces por tu amor!» (Juan 3: 16)