jueves, 7 de julio de 2011

COMO TRATAR A UN ENVIDIOSO


Nadie quiere ser envidioso. Tener envidia es reconocer inferioridad. Nadie quiere ser así. Se es envidioso sin querer. La envidia de los bienes materiales, de cualidades humanas y tantas cosas más, es moneda corriente en este mundo.

Todos quisiéramos ser jóvenes, ricos, apuestos, inteligentes, ocurrentes, afortunados, y gozar de bienestar y alegría. Claro está, que esto nos proporcionaría el orgullo suficiente para poder despreciar a los demás y enaltecernos a nosotros mismos, que a lo que se ve es manjar tan apreciado por todos.

La realidad no es así. Y muchos se sienten desgraciados y frustrados. La vida se compone prácticamente del discurrir en el combinado de aspiraciones y decepciones, por estas limitaciones y condicionamientos personales.

Nadie quiere estar sometido por escasez de capacidades intelectuales, gracia o presencia física a otras personas tal vez menos valiosas, mezquinas y crueles, pero que son sus superiores en el trabajo, en los grupos de amigos, en la iglesia, y hasta cuando niño en la escuela cuando ponen a otro como ejemplo de brillantez, o a nosotros mismos como ejemplo de torpeza o incapacidad de relacionarse.

Muchas personas quieren ser alegres y vivas, y son tristes y encogidas, tímidas, y conocedoras como nadie de su propia manera desgarbada y desangelada de ser y actuar. Se amargan y se retraen. Sospechan de todos, y de cada palabra que creen que va contra ellos.

Es muy difícil hablar con franqueza y libertad a este tipo de personas. ¿La llaneza? La consideran impertinencia, y a toda frase encuentran motivo para pensar que contiene algo de censura o burla hacia ellos.

Por eso no son nunca bien recibidos, y este hecho refuerza en ellos aún más su tendencia al aislamiento y a la melancolía. Proyectan sobre los demás su propia timidez, tristeza y acritud.

¡Qué persona tan antipática!, dicen todos. No saben el caudal de sufrimiento y de auto hostilidad que se oculta tras esa antipatía, ni la profundidad e intensidad de estos sentimientos.

Esa misma persona es incapaz de analizar su profundo malestar y rencor, y su enconada envidia que disfraza de desprecio. Pero en lo más profundo de su ser, ¡cómo desearía poseer aquellas por él, tan criticadas cualidades de las que carece y que tanto abundan en otros!

Las apariencias son sólo eso: apariencias. Nadie puede detectar totalmente, ni reflexionar, ni analizar, su propia manera de ser. Se está demasiado cerca de sí mismo, y se carece por tanto, de la necesaria perspectiva para verse a sí mismo con claridad y sin subterfugios.

Nadie, y lo repetimos una y otra vez, quiere ser así. ¿Quieres ser tú como aquella atrabiliaria persona rechazada por todos? ¿No es suficiente desgracia para él, ser de esta forma?

Y somos con frecuencia jueces incompetentes de estas personas con unas características acusadas, de las que de una u otra manera participamos todos. En cierto modo, todos y cada uno de nosotros participamos de algún rasgo de los que hemos enumerado.

Unos mas otros menos, somos agrios, petulantes, egoístas, envidiosos, etc. Solo hubo un perfecto, y ese es solo, Jesucristo el hijo unigénito de Dios.

Sobra pues el desprecio por el que tratamos a las personas antipáticas pues no sabemos lo que se esconde en el corazón de cada cual.

Seamos comprensivos, y con mucha humildad sepamos tratar y estimular a los mas desfavorecidos en esos aspectos y también nosotros sabremos también evaluarnos a nosotros mismos, que es sana faena.

¿QUIEN ES PERFECTO, SINO DIOS?



Mi padre no fue un hombre perfecto. Era hombre entre hombres, fuerte, varonil, trabajador y lleno de cualidades... y defectos. Siendo yo muy joven y no sintiéndome amado o comprendido, comencé a ver en mi padre sólo los defectos y a ignorar las cualidades.

¿Qué iba yo a comprender en aquella edad en la que me creía un superhombre? Era, como casi todos los jovencitos, arrogante y sin apreciar y agradecer cada trozo de pan que me comía. Me sentí decepcionado, y elaboré en mi interior contra él un rencor y una hostilidad que en cierto momento hizo casi imposible la convivencia entre nosotros.

Deseaba ardientemente marcharme de mi casa, donde realmente gozaba de un excelente bienestar, mucho más meritorio por cuanto era tiempo de escasez. Cada día me sentía más herido y resentido. No lo podía perdonar. Por fin decidí abandonar mi casa y emigrar, pero como estaba en edad militar decidí ingresar en el ejército como voluntario.

El día de mi marcha y a la hora de salir, mi propósito era no despedirme de él. Mi madre, a la que yo adoraba, me dijo suavemente: ¡Ve, y despídete de tu padre! El era hombre orgulloso, y hubiera permitido que me fuera sin hacer un solo gesto. Era así, un hombre entero a la medida de sus tiempos.

Me acerqué a él y le di un beso con despego y por compromiso, para complacer a mi madre. El hizo lo mismo conmigo. En ese mismo acto un ronquido, un sollozo ahogado, pero sonoro y desgarrado, impensable en él, surgió de su garganta junto con un estremecimiento contenido. Hay que pasar por algo sí para comprenderlo. Fue breve y nos separamos en seguida. Jóvenes amigos, no queráis pasar un momento como este. Os herirá, toda vuestra vida.

Lo cierto es que me marché, y durante el viaje a mi destino en el ejército, en el destartalado tren que me llevaba lejos de mí casa, tuve tiempo suficiente para entender el amor de mi padre y comprenderle plenamente. Todo lo que anteriormente me decían de él para convencerme de que me quería lo había despreciado y había reforzado aún más mi hostilidad hacia él.

Pero aquel sollozo reprimido, y no por ello contenido totalmente, tan sincero y real, me desarmó y cambió el rumbo de mi vida. Ya no deseaba sino volver a verle. No me interesaba el ejército, la emigración, ni otra cosa que sentirme junto a él. Aquel sollozo... ¡ah, aquel sollozo! Un hombretón tan fuerte como una roca no pudo reprimir, aunque yo sé bien que lo intentó con todas sus fuerzas, aquella expresión de amor y de dolor.

Ahora bendigo a mi padre, y cuando a solas pienso en él no puedo evitar las lágrimas. ¡Bendito seas, padre mío, que supiste amarme tanto y tan calladamente! Benditas tus bondades y llévese enhoramala el viento del olvido tus defectos que, a fin de cuentas, son también los míos, los mismos míos. Y como un bobo que soy, no puedo contener las lágrimas. Estoy seguro de que le veré, como también a mi madre y eso será una de las glorias que voy a gozar en toda plenitud.

Ahora, y desde entonces, estoy reconciliado con mis padres y sólo pienso en ellos para decir en mi recuerdo de amor: Lo tenía que haber hecho mejor con ellos en esta u otra ocasión. Pero ya pasó y todo está en manos de Dios. ¿Dónde mejor? ¡Gracias, Señor, por ello y por darme el consuelo de su recuerdo bendito y amable! Gracias porque los tuve, y gracias por darme ocasión de perdonarme a mí mismo y mi extravío. Él era así, y yo soy también como soy.

Por el contrario, ahora vemos cómo las estrellas cinematográficas y políticas, etc., son el modelo y la aspiración de todos a ser como ellos. Yo soy como soy. No reniego de mí. En su inmensa sabiduría Dios me creó como soy, y será alabado por mí, ahora y en la eternidad. Me acepto así. Podría ser mejor o peor, ¡qué se yo!, pero soy así. ¡Gracias, Señor, Padre Santo y verdadero!; tus juicios son verdaderos y justos (Apocalipsis 16:7), y yo me encuentro en perfecto acuerdo contigo.

Mi corazón es tuyo, y lo sabes muy bien, pues Tú lo has hecho tuyo. Mis fallos son míos. Gracias por tu bondad y tu misericordia, que son para mí más importantes que la vida (Salmo 63:3). No tengo envidia de nada de lo que no soy. Estoy en paz. Llegará el día en que hagamos justicia a los envidiosos, comprendiéndoles y amándoles.


PAZ

Poema de AMADO NERVO.


Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;

porque veo al final de mi rudo camino
que yo fui el arquitecto de mi propio destino;

que si extraje la miel o la hiel de las cosas,
fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas:
cuando planté rosales, coseché siempre rosas.

...Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno:
¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno!

Hallé sin duda largas noches de mis penas;
mas no me prometiste tú sólo noches buenas;
y en cambio tuve algunas santamente serenas...

Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!