martes, 26 de julio de 2011

HUMILDAD GENUINA




La humildad es, sobre todo y como fuente de todo, ante Dios. Cualquier otra cosa no es humildad, y en ningún caso debe confundirse a ésta, la humildad, con ninguna carencia de personalidad o carácter. La diferencia es tan clara como del blanco al negro.

Dios oye al que se le humilla; al que se enternece y aflige cuando entiende que no es capaz de cumplir sus mandamientos, pese a su esfuerzo y angustia por no lograr cumplirlos. La humildad no es tener aspecto externo (ni interno) de cobardía ni de apocamiento

Al contrario, representa la suprema valentía, ya que el humilde reconoce su propia debilidad y poquedad, y la asume en fe, enfrentando sus limitaciones y dificultades. Conoce como nadie su propia condición y, así, tal como es, se estima ante el Señor.

Queda sentado que el humilde no es tampoco un pesimista. Es, sin duda, el equilibrio más cercano a una persona realista, sin falsos optimismos ni manías, y sin el resentimiento y la angustia crónica del pesimista. Ni mucho menos un cobarde. La mayor valentía es volvernos contra nosotros mismos, contra nuestra naturaleza carnal, y ponerla en servidumbre, esperando sólo en Dios. La humildad y el trabajo en el Señor, consiste en llevar todo pensamiento cautivo a la obediencia de Cristo. (2ª Corintios 10:5). Para nuestro propio bien y la armonía del Universo de Dios.

Bueno era el testimonio del Bautista, pero no era aceptado por Jesús, pues dijo: Yo no recibo testimonio de hombre. (Juan 5:34). Sólo en su amor por los discípulos y por su bien, para que fueran salvos, lo mencionó a ellos. El que era testigo fiel, que recibe junto al Padre la misma adoración y gloria (Apocaipsis 5:13), se humilló por amor de los suyos al admitir testimonio de hombre.

No obró Jesús en el orgullo, por más que nadie hubiera tenido más motivos para ello desde el punto de vista humano; y, si se quiere, desde el punto de vista psicológico, nadie tenía más motivos para ostentar un gran ego que el Hijo de Dios. Jesús, por contra, obró desde la humildad.

La humildad no es debilidad, ni impotencia ante otros. A veces se habla como si la humildad y la mansedumbre fueran contrarias a la virilidad (en su mejor acepción) y a las virtudes más destacadas del ser humano, siendo, al contrario, la expresión de la más alta nobleza y el mayor equilibrio que el Señor del cielo y la tierra desplegó cuando se hizo servidor de todos.

Así pudo decir: El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate de muchos. (Mateo 20:28). Jesús vino a hacerse nada, a considerarse nada, puesto que se puso al nivel de los que, con su vida, tenían que ser rescatados: al diminuto nivel del hombre de pecado.

La humildad, tan escondida por su propia naturaleza, tan menospreciada y alejada de los objetivos del hombre carnal hoy, tan denostada y criticada, no se comprende por parte de quienes sólo ven la apariencia de los hombres (y de las cosas), y jamás obtiene ser valorada como la destacada característica que requiere el perfecto discipulado.

Prácticamente nadie reconocería a la humildad como virtud esencial e imprescindible, fuente de las virtudes del discípulo. El discípulo que se esfuerza en la santificación diaria, ha de mostrar una humildad y mansedumbre relevantes en su conducta, actitud hacia Dios, y a los demás hermanos. Es, por tanto, la virtud más patente y primaria en los que desean seguir e imitar al humilde Cordero de Dios. 

Conformase, como hizo el Maestro, a la incomprensión y rechazo de los que solo querían a los de su misma forma de hacer y pensar. Judíos, samaritanos, gentiles, etc. fueron tratados por Él de la misma forma. Era la persona y no el error lo que Él veía siempre en todos. Así fue de humilde nuestro bendito Señor.