martes, 14 de junio de 2011

MISERIA Y GRANDEZA HUMANA

 

Una anécdota que viene al caso del escrito de hoy. Durante la ocupación de Filipinas por el ejército imperial japonés en 1942, el general Homma, típico militar japonés de aquellos tiempos, usó de la aplicación de la pena de muerte con saña e indiferencia.

Nunca pensó que un decreto como los que firmaba con tanta tranquilidad pudiera afectarle a él. Formaba parte del generalato de un ejército potente y vencedor, y se creía un semidiós. Su palabra conservaba o quitaba vidas.

Ya vencido, hecho prisionero, y horas antes de ser ahorcado, escribía a su mujer una conmovedora carta en la que destacaba la siguiente frase: «Nunca creí que las palabras pena de muerte y morir fusilado tuvieran que ver algo con mi propia vida, pero ahora son una realidad ante mis ojos»

Sus ejércitos, su valor y capacidad militar, «su suerte» como guerrero, le fallaron. Fue ejecutado y su cadáver expuesto junto a otros como él, en la impotencia y deshonor más humillante para un oficial japonés.

Nada dependió de lo que él pudo hacer con lo mucho que hizo, por más que en su momento él lo pensara así. La máquina de la guerra y la política lo manejó y trituró con su fuerza incontenible.

El se creía protagonista importante y sólo fue un peón más del tablero gigante y un engranaje más de la infernal maquinaria guerrera, impasible e implacable. En estos hechos debemos meditar los creyentes. No como los incrédulos ignorantes, que sólo al final de su carrera se dan cuenta de la futilidad de sus vidas.

Aquellos hombres no eran tan importantes como creían. Fuera de sus honores y medallas y de su mando arrogante, sólo eran marionetas de una fuerza que los movía a su implacable conveniencia o a su reservado destino. Ellos también recibían órdenes tal como un soldado cualquiera.

El cristiano sabe que forma parte de un universo que es regido por las leyes de un poder personal, grande y maravilloso, que utiliza con amor y sabiduría cada átomo que existe. Nada de azar, nada de casualidad. Todo previsto, ordenado, y realizado a la perfección sin el más mínimo fallo. Nada escapa a la vista del que creó el ojo, a la atención del que hizo el oído, y a la mente del que es la inteligencia creadora (Salmo 94:9).

Conscientes de esto, caminamos tranquilos en la continua alegría de saber en qué participamos y qué fin tenemos ante nuestra visión de fe. Nada de «tedium vitae», nada de «náusea», nada de fatalismo. Luchamos y bregamos en la vida con nuestras limitaciones, y también con nuestra paz.

No escatimamos esfuerzos, pues la incertidumbre no nos paraliza, ni nos atribula la expectación de los resultados. Sabemos de dónde venimos, el camino, y a quién vamos. Conocemos al regidor y director de todo, y no hay derrumbes ni aun en medio de las caídas, los tropiezos, y los desfallecimientos.

De los que son de Dios, nadie queda atrás. Todos y cada uno son recogidos del calor del desierto de las pasiones o del frío polar de los desencantos o desilusiones. Creemos en las palabras de Jesús: «Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre» (Juan 10:27-29).

Dios nos hace invulnerables e invencibles, y estando en Él, no hay punto débil por donde podamos ser derribados. Cada portillo que nosotros dejemos abierto a causa de nuestra debilidad, será más fuertemente taponado y reforzado por el que es la potencia absoluta.Esa es nuestra absoluta seguridad. Si estás flaqueando buen hermano, afiánzate en la fe y deja de llevar la vida sobre tus hombos. Déjale a Dios, que los tiene inmensos.