domingo, 4 de noviembre de 2012

CLARIFICANDO



CLARIFICANDO

Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien;
 porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo.
Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago.
Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo,
sino el pecado que mora en mí.

Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley:
 que el mal está en mí.

Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios;
 pero veo otra ley en mis miembros,
que se rebela contra la ley de mi mente,
 y que me lleva cautivo a la ley del pecado
que está en mis miembros.

!!Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?
Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro.
Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios,
pero con la carne a la ley del pecado. (Romanos 7)

Con toda modestia, me atrevo a responder a unas cuestiones planteadas por mi amigo Pablo. Y nada mejor que lo que nos dice la Escritura sobre la situación del humano perdido. Todas las personas somos a la vez barro y estrellas. La enseñanza del apóstol lo dice claramente.

Queremos hace el bien según la voluntad de Dios, pero nos encontramos que por muy puros que sean nuestros pensamientos y por ende, nuestras acciones van siempre contaminadas del mal. Lo demuestran los atropellos, vileza, codicia, y el poco respeto a la justicia y a la dignidad de las personas. Esto es innegable.

                Es nuestra naturaleza dejada a su albedrío. La frase tan chusca de “to er mundo es bueno” no se concierta con la realidad diaria. Cuanto más nobles son los pensamientos de las personas, más se dan cuenta de que el mal los encenaga. El bruto no percibe esta realidad.

Cualquier meditación genuina, nos da la evidencia que sobre cualquier cosa, el narcisismo y la intención visceral es la primera reacción. No hay una perfecta intención en nosotros, y hasta la más ínfima partícula de nuestro pensar siempre va acompañada de interés o presunción.

En esta situación es cuando actuamos, bien con obediencia a nuestros impulsos o llegándonos al Espíritu, y reconociendo que las ordenanzas de Dios para vida son las ajustadas a la situación.  Sin embargo las cosas mundanas, las conveniencias, los impulsos, etc. nos llevan a negar la bondad de la Ley, aunque la negamos desesperadamente para hacer nuestra voluntad y ceder a la tentación.

Cuando el creyente se da cuenta de su situación, sabe que ni sus obras, ni sus sacrificios, ni su adhesión al culto divino, le pueden justificar ante Dios, sino que depende absolutamente de su misericordia. Pretender ser justificado por la simple acción de nuestra buena voluntad, nos lleva a una arrogancia y presunción, que es la base de nuestra inhabilidad para hacer el bien.    

San Pablo dice taxativamente: No desecho la gracia de Dios; pues si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo. (Gálatas 2:21) Simplemente, nuestras obras contaminadas no son suficientes para justificarnos. ¿Qué queda entonces sino el sacrificio de Jesucristo? Un hombre que solo sabe hacer el bien, no puede mentirnos. Su filiación divina no se lo permite.  

EL INFIERNO ¡QUE RISA! (2ª PARTE)



El que es pobre, sufre por agravio comparativo, y codicia ardientemente poseer los mismos poderes y las mismas ventajas que los ricos. En el fondo, lo que se envidia, son los placeres y las maldades que se pueden hacer con la posesión del dinero. Poder manifestar el mismo orgullo y prepotencia que los débiles sufren continuamente, y en ello les va la vida con su particular infierno interior.


El ser apartado de la vida de Dios, es un agravio comparativo para los que quedan fuera. No es un castigo impositivo, sino una realización de lo que cada uno llevaba en su corazón. Y ante esta diferencia, el rencor y los malos sentimientos contra los demás y contra sí mismo por haber errado, es ya de por sí un infierno real y eterno.


En estos asuntos hay quien sabe mucho más que yo, pero un aporte que esclarezca las cosas no está de más, sino que proporciona una idea distinta de lo que el vulgo cree que cree. Y todo ello sometido a lo que cree la Iglesia Universal.


Los excluidos desean morir, acabando su suplicio. Al no poder, sabiendo que es algo eterno, es suficiente castigo sin tener que acudir al tópico del "tridente" ni a "las calderas de Pedro Botero"; solo contemplar la dicha de los salvos es suficiente. No tengamos un error, y nos salgamos con la nuestra, que es la de la perdición.


Un toque bíblico final

                    Porque es justo delante de Dios pagar con tribulación a los que os atribulan, y a vosotros que sois atribulados, daros reposo con nosotros, cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder,

                   En llama de fuego, para dar retribución a los que no reconocieron a Dios, ni obedecen al Evangelio de nuestro Señor Jesucristo;

                 Los cuales sufrirán pena de eterna perdición y dannación, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron (por cuanto nuestro testimonio ha sido creído entre vosotros).
   
                Por lo cual asimismo oramos siempre por vosotros, para que nuestro Dios os tenga por dignos de su llamamiento, y cumpla todo propósito de bondad y toda obra de fe con su poder.

                Para que el nombre de nuestro Señor Jesucristo sea glorificado en vosotros, y vosotros en él, por la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo.
(2ª Tesalonicenses 1:6 al 12)

El que quiera oír, oiga. Ténganse todos por bien informados.

AMDG.