viernes, 10 de junio de 2011


Hay un lugar común que se da en un porcentaje alto de cristianos. Todos los creyentes, tan pronto como desconfiamos de Dios en cualquier circunstancia, nos colocamos a nosotros mismos bajo nuestra propia protección, y consecuentemente somos presos del pánico. Si desconfiamos del poder absoluto, ¿cómo vamos a tener seguridad en lo falible y débil?

Enfrentarnos con lo que consideramos un poder superior, cuando hemos desistido de estar bajo el supremo poder. Apearnos del poder de Dios y situamos a nosotros mismos, ante fuerzas que siempre nos superan. ¿Somos tan necios?

Si los cristianos nos fiamos de Dios de todo corazón, y hacemos depender nuestros recursos materiales y mentales de su voluntad, en seguida comprobaremos cómo la paz nos llena, sabiendo que nuestro Padre celestial no nos aflige sin razón o por crueldad. Su propia fidelidad a sus promesas, hace que como a hijos amados nos pruebe y acrisole en el yunque de la prueba.

Nos riñe paternalmente con severidad cuando nos dice: ¿A mí no me temeréis? ¿Quién eres tú para que tengas temor del hombre que es mortal...? (Isaías 51:12). ¿Cómo nos atrevemos a desasirnos de la protección de Dios y temer al hombre? ¿Quiénes creemos que somos para llevar la guerra por nuestras fuerzas que son ningunas?

Por eso Dios insiste: yo reprendo y castigo a los que amo, y a los duros y rebeldes que no se quieren someter a beber el cáliz de su ira les dice: «tenéis que beber» (Jeremías 25:28). Nadie puede resistir a Dios. El no se complace en los sufrimientos de sus hijos, como no lo hizo en los padecimientos de su amado hijo Jesucristo.

Aquellos padecimientos eran necesarios, y así hubieron de cumplirse. Los nuestros, aún no comprendidos por nosotros, son igualmente convenientes para el plan de Dios. ¿De qué forma? Tal vez alguien podrá explicarlos uno por uno, pero ¿para qué? Si sabemos confiar, ya sabemos lo que nos basta.

Como Cristo hombre aceptó con gozo sus tribulaciones, y porque hacía la voluntad de su Padre superó el horror de sus padecimientos, así también nosotros podemos hacerlo por su mismo poder. No hemos, pues, de temer nada (Apocalipsis 2:10). La prueba nos acerca más a Dios y en esto se muestra también su amor. El no destruye. Corrige y sana.

El cristiano conoce bien lo que significa en su experiencia y en sus pruebas, el inalterable amor de Dios cuando nos trata como al rebelde Israel, afligiéndoles y probándoles para al final hacerles bien (Deuteronomio 8:16). Y no somos nosotros rebeldes en más de una ocasión aunque no lo reconozcamos cuando estamos en angustia?

Esta conformidad del cristiano, esta sumisión leal y real, este abandono de toda actitud opositora a la voluntad de Dios trae la paz más preciosa. Echa fuera de nosotros toda inquietud, toda incertidumbre. El que teme a Dios no tiene porqué temer nada más. Ningún acontecimiento, ninguna aflicción, ninguna eventualidad imprevista y dolorosa podrá derrumbarle. Con la invencible fuerza de Dios, nada le desconcertará ni le desmoronará.

Tú harás de tu parte, con toda diligencia y con toda tranquilidad lo que está a tu alcance; el resto queda en manos de Dios, que proporcionará los convenientes resultados. Eso ya es cosa suya. Tú da gracias por ser parte importante de su obra, y esto en vez de ansiedad te proporcionará la más genuina alegría. La pelota, por emplear este símil, queda ya en el tejado de Dios y Él sabe de sobra qué hacer. Tú ya puedes descansar, pues sea lo que sea Dios lo dispone bien. De ello podemos estar segurísimos.

En esta posición de confianza, nos percatamos claramente del estado de confusión y beligerancia que existe latente o activo en cada corazón humano. En la reflexión pertinente, nos damos cuenta de ese estado de controversia interior continuada en forma de rencores (a veces pánico), y resentimientos contra los demás y más lamentable aún, contra nosotros mismos. Y como consecuencia, altercamos de forma insistente contra Dios.