martes, 11 de diciembre de 2012

NO ESTAMOS SOLOS, NI ABANDONADOS



 

Soy algo altruista, y trato de comprender los problemas de los demás, porque en realidad todos compartimos la dicotomía (διχοτομία) del ser humano irredento, y la misma esquizofrenia mental que afecta a  todos los cristianos. Por una parte somos gente digna de que Dios se apiade de nosotros, porque la vida es como decía la salve antigua “un valle de lágrimas”. Por otra la congénita depravación preconizada por los calvinistas y otros.

Estoy seguro de que el Creador contempla nuestras vicisitudes con mucho amor, porque sabe que somos débiles y terriblemente soberbios, y que nos metemos en líos solo por ello, y por la curiosidad propia del que administra de forma extremadamente desacertada una libertad inmerecida.

Si obtenemos libertad, nos quejamos como el pajarillo, solo y helado de frío en lo alto de un tejado. Si nos meten en una jaula de oro, al abrigo de avatares, con todo solucionado, nos quejaremos de que carecemos de la libertad ansiada.

Y no somos felices… porque no queremos serlo. Porque nos introducimos en esferas de la vida y de la inteligencia que sobradamente nos sobrepasan. El ser humano, hecho a imagen de su Creador, tiene muchas aspiraciones que en Dios son posibles, y en nosotros completamente inalcanzables.

De ahí esa sensación de que nuestra vida se acaba, sin conseguir las metas o aspiraciones que hemos cobijado en nuestro interior. La envidia es solo una manifestación de tal decepción. Un rico que tiene un yate de 30 metros, lo pasa fatal cuando ve en el embarcadero donde aloja su magnífico barco, otro yate de cincuenta.

El pobre nunca es rico, porque siempre aspira a más: Aquí cabe la antiquísima coplilla de “el que tiene un duro quiere tener dos”… etc. Porque estamos hechos para algo que imaginamos, o lo deseamos imaginar, algo tan grande que nos trasciende y nos hace ver, a pesar de nuestro orgullo innato, lo lejos que nos hallamos por nuestras fuerzas o ingenio de cumplir nuestra sed de grandeza y de inmortalidad.

Jesús dijo que el grano de trigo si no se entierra no dará fruto. Si nosotros no somos reflexivos y no nos damos cuenta de nuestra dicotomía, en la grandeza a que aspiramos y en la flaqueza en la que nos encontramos, siempre seremos pobres de solemnidad. Y el olvido nos acecha, así como la vanidad de una vida malgastada en afanes y quimeras.

La sobriedad, la fe, la esperanza que nos lleve a hacer el bien a todos y cada uno de nuestros semejantes, es lo único que puede redimirnos de estos forcejeos, que al final terminan en la muerte, sin que gloria o fortuna nos puedan acompañar. Esto se acabó y ahora espera el gran misterio, solucionado en el creyente y en suspenso o en la desesperanza del incrédulo.

AMDG