sábado, 1 de septiembre de 2012

AMAR AL HERMANO



Y nosotros tenemos este mandamiento de él:
El que ama a Dios, ame también a su hermano.
Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida,
En que amamos a los hermanos.
El que no ama a su hermano, permanece en muerte. (1 Juan 3:14)
El que ama a su hermano, permanece en la luz, y en él no hay tropiezo. (1 Juan 2:10)
 
Somos buenos cristianos, buenos padres, buenos ciudadanos, y nos ufanamos de poseer una moral recta y muy distante de los que viven sus vidas, ajenos a la cultura y al civismo. Ellos naturalmente irán a la condenación y nosotros, como no podía ser menos, tenemos el premio eterno. Hasta nos creemos que la prosperidad acompaña a toda persona que es moral y cristiana.

No es mala tesis y en parte tienen razón. Una persona que se conduce moralmente, según la guía de Dios, disfruta generalmente de una prosperidad dada por el prudente manejo de sus capacidades y de sus prudentes medidas para conservar lo que pueda lograr.

Pero los que por una u otra causa no son afortunados, por carácter, situaciones sobrevenidas, o ubicación en la vida, también tienen su chance de parte de Dios. Él ha provisto a los más desposeídos, de un instrumento inigualable para conservarle la vida. Y estos son siempre los hermanos.

Una Iglesia que no pone sus ojos en los pequeños hermanos que, débiles y aplastados por la desgracia, no pueden remontar la cuesta de la vida, no es una Iglesia de Dios. Es una iglesia hipócrita, que sabe hacer ritos y apariencias, pero que deja a sus pobres en la estacada. Después se atreven a juzgar las debilidades de estos.

En la Escritura se dice claramente: Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? (1 Juan 4:20).

No es pues verdad que se pueden esperar las bendiciones de Dios, si no somos capaces de suplir las necesidades de los hermanos, tanto físicas como psíquicas y espirituales. Estamos así haciendo un flaco favor a la voluntad de Dios y a nuestra propia salvación.

A veces decimos (tal vez con razón) que aquel hermano podría haber hecho algo más por su persona. Es cierto, pero si nos metemos en el corazón (y debemos hacerlo) de aquel hermano a quien tanto despreciamos, veremos si juzgamos sabiamente según Dios, que nosotros no lo hubiéramos hecho mejor en sus mismas circunstancias.

En realidad, no sabemos si seremos el futuro mendigo de la puerta de una Iglesia o de un supermercado. Dios nos libre, pero seamos prudentes al juzgar. ¡Que no somos tan buenos!