martes, 5 de julio de 2011

REMEMORACIÓN DEL PASADO




En el terreno social, somos personas como tantas otras. En algunos casos menos inteligentes, menos importantes y hasta (al parecer de muchos), también menos altruistas; pero viviendo en el Espíritu y no en la carne. Porque aunque andamos en la carne, no militamos según la carne (2 Corintios 10.3).

Los errores del pasado no nos angustian. Han sido borrados para siempre, por la fe en la sangre de Jesús. Hemos extirpado el recuerdo de aquel negocio que emprendimos y fracasó. Aquella aventura que nos pudo costar la vida, aquella decisión que tanto daño hizo o pudo hacer.

Toda rememoración del pasado, que los demás puedan hacer con amargura o decepción, es frustrante y dolorosa. Fuera, pues, con ella; no va con nosotros. Cuántas veces nos hemos dicho interiormente: ¡No debí contestar así a mi padre en aquella ocasión!, No debí reírme de las aprensiones de mi madre por la enfermedad o el porvenir de sus hijos. No debí consentir en aquella fechoría de juventud.

Si volvemos continuamente la vista atrás, y no aprendemos a asumir estos hechos que Dios ha asumido y utilizado, como Él bien sabe, siempre tendremos que llevar dos cruces sobre nuestras espaldas; las que nos carga la realidad presente y circundante, y la interior que no hemos querido abandonar en las manos de Dios.

Como náufragos aterrados, nos negamos a dejar la frágil tabla en la que precariamente nos sostenemos en medio de la terrible tempestad de la vida, y no podemos alcanzar la tierna y a la vez fuerte mano que Cristo nos tiende desde su magnífico poder.

Soltemos de una vez el vil tablón, y subamos a la seguridad y al cuidado de nuestro Padre celestial, junto al cual no hay inseguridad que nos agite.

No sólo nos salvará del naufragio, sino que nos lavará y secará, nos dará vestidos limpios, y nos elevará a su banquete celestial y perpetuo. Allí no caben el temor ni la incertidumbre. Sólo alegría, reposo y paz.

Nuestros padres perdonaron ya en su tiempo. Somos seres falibles y nos equivocamos. Antes y ahora. ¿Y qué? Ya todo pasó, y Dios levanta la carga de las espaldas de los suyos, y les hace reposar en su seno amoroso y cálido.

Nunca hemos de volver la vista atrás si no es para aprender de los errores, para corregimos. Pero en paz. Tú guardarás en perfecta paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado (Isaías 26:3). Por que El guarda las almas de sus santos (Salmo 97:10). ¿Aquellas experiencias nos enseñaron? ¡Alabado sea Dios! Quizás ocurrieron para eso.

Aprendizaje sí, pero con la paz que proporciona el arrepentimiento sincero. Que no es solo remordimiento, sino vuelta de la maldad al refugio del que es la suprema bondad

Descárgate de una vez, y glorifica a Dios que lo hace posible. Bendice la memoria y la vida de tus padres. Recuérdales siempre en lo más positivo, y vive en paz.

Seguro que ellos, despojados de prejuicios y pasiones humanas, es lo que desearían. Rindámosles el homenaje de un emocionado recuerdo y vivamos en paz, tal como deseamos que vivan nuestros propios hijos.

MUY NOTABLES DIFERENCIAS



El incrédulo siente pánico por la sola mención de su muerte, y no entiende la actitud serena y desafiante del cristiano ante este acontecer inevitable. No entiende la aceptación cristiana, mansa, de la desgracia, el desprecio, la lucha sorda y anónima, desconocida o ignorada voluntariamente por los mundanos. La vida, en fin, de quien se abstiene alegre y voluntariamente de tantas cosas que para el incrédulo son tan imprescindibles.


La ausencia de angustia en su vida, la mansedumbre con que contemplan que otros sin escrúpulos, quieran echarles de lado en sus trabajos a codazos y zancadillas. Su sosiego y paz ante la murmuración calumniosa. El reconocimiento, franco y espontáneo, de una equivocación, etc. Como sostiene la verdad oponiéndose a toda clase de alienación y vasallaje a hombres o ideas. El extraño a esta vida, no lo entiende; no puede entenderlo.         


Esta mentalidad, así expuesta, puede parecer a los burladores muy excluyente o demasiado dogmática. Acostumbrados a la «verdad relativa», al debate y a la casuística, no pueden entender ni asimilar la simplicísima rotundidad de la fe, ni la seguridad con que el creyente vive su elección, llamamiento, y completa salvación y redención. Su sabiduría, en la fe de Cristo (1 Corintios 1:30).


¿Es que sois superiores? dicen agraviados y en su interior envidiosos de estas conductas cristianas. ¿En qué se diferencia un cristiano de nosotros? ¿Tal vez debemos pensar que, de su naturaleza humana, emanan mejores sentimientos o más deseos de hacer el bien? ¿Acaso una ética arcana y misteriosa?


Contestamos: No; no es así. Un hombre es igual a otro genéricamente, como hombre natural. La diferencia esencial e insalvable entre ambos, cristiano e incrédulo, es que el primero tiene su confianza puesta en Dios. Ésa es su inteligencia y su distinción. El pagano confía en sí mismo, que es confiar en nada.


La pregunta que se hace a los cristianos, por muy capciosa que sea, tiene una escueta contestación. A la pregunta: ¿Es que ustedes no son pecadores?, la respuesta es: Sí, somos pecadores. Aunque pecadores perdonados.


Pecadores que han tirado a la basura del mundo, de donde han sido sacados por gracia, todas sus justicias, sus cualidades, y todo lo que en ellos representa para el mundo algo que, de algún modo, se concierta con lo más excelente de él. Para el cristiano estas excelencias son consideradas como estiércol (Filipenses 3:8).


Nuestra suficiencia proviene de Dios que nos reconcilió consigo mismo por medio de nuestro Señor Jesucristo (2 Corintios 5:19). Ese es nuestro honor, nuestra excelencia, nuestra seguridad, y todo lo que hay de bien en nosotros. No necesitamos nada más. La buena obra adorna y confirma nuestra vocación y elección (2 Pedro 1:10). Eso es todo. Cristo es todo eso en nosotros, y Él hace todo lo excelente en nosotros.


En Dios solamente se aquieta nuestra alma (Salmo 62). ¡Ay del que confía en otra roca, en otro brazo, en otro poder de salvación! Somos de Dios, y eso nos basta. El es nuestra vida, nuestro consuelo, nuestra alegría y nuestra gloria presente y futura. Confesamos a Dios Padre, a Cristo el Hijo, y vivimos siendo morada del Espíritu Santo. He aquí la diferencia.


AYUDA DE JESÚS.

En mis noches de angustia y de tristeza
Has sido tú mi alivio, Jesús mío,
Cuando ya deprimido triste y frío,
Tu consuelo ofreciste a mi flaqueza.

Solo tú, mi divina fortaleza,
Amante y fiel auxilio en mi extravío,
Eres el único que con tu  poderío
Ahuyentas el pavor de mi cabeza.

¿Que dicha encontrará ningún humano
Lejos de ti, en afán desesperado,
Que próvido no dé tu amor sagrado?

En ti camino, mi celeste hermano;
De pérfidas querellas despojado,
Radiante al gran final que tú has forjado.