sábado, 25 de junio de 2011

¿RABIETAS EN UN CRISTIANO?


A nadie gusta ser despreciado, calumniado, hecho objeto de burla y saqueo. Aunque si lo contemplamos como hizo Job, sin atribuir a Dios despropósito alguno (Job 1:22), tendremos, como él, aun sufriendo pruebas y penalidades, el hermoso fin que esperamos y del que Job, aun en el muladar, jamás dudó, sino que dijo: Yo sé que mi redentor vive; en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mi mismo, y mis ojos lo verán, y no otro (Job 19).

Elihú, tan inteligente y conocedor, queriendo defender y justificar a Dios, como a alguien indefenso, mintió contra Job. Así hacemos nosotros muchas veces, y así ha sido a lo largo de la historia, pretendiendo los hombres justificar a Dios. Dios no necesita ayuda. No imitemos a Elihú, por muy buena intención que pongamos. Para los momentos de tribulación de un amigo, guardemos nuestra lengua y nuestro corazón. Callemos. Estemos con el que padece y consolémosle con nuestra presencia y nuestro silencio. Simplemente, allí estamos con él.

A menudo, hacemos a nuestros seres queridos más mal que bien cuando intentamos justificar a Dios ante ellos, resultando en cambio que los estamos atribulando aún más. Y Dios no necesita justificador. Como el Arca del Testimonio supo defenderse de los filisteos de Asdod, Gat, Ecrón, Ascalón y Gaza librarse sola, y así también vindicó su grandeza y carácter sagrado en Bet-Semes, que era ciudad israelí (1º Samuel 5:6). Sola batalló...  venció  sola. Nosotros callemos y dejemos obrar a Dios.

Tenemos que convencernos de que somos, a veces, muy temerarios en estas cosas, y debemos detenernos y fijarnos más en lo que hacemos y decimos en vez de tratar de hacer teologías que, en momentos de dolor y desgarro del alma, sólo consiguen confundir y molestar. Mostremos al doliente nuestra solidaridad lo más brevemente posible, y no con discursos que él ya conoce. En su momento, el Espíritu lo tratará más adecuadamente que nosotros para consolarle. Hay que insistir. ¡Dejemos obrar a Dios!

A veces nos rebelamos contra nuestra estatura, rostro o carácter, y nos avergonzamos de nuestros defectos y de las situaciones en las que, por ellos, nos vemos comprometidos. Recuerdo que, siendo jovencito, tenía tres verrugas juntas en el dedo corazón de la mano derecha, y esto era un tormento para mí cuando tenía que estrechar la mano de alguien, Y todo esto en la pubertad, cuando apuntan las pasiones y tanto me atraían las chicas.

Más tarde, las verruguitas (¡ay las dichosas verruguitas!) desaparecieron, y no noté en absoluto variación alguna en el trato de las chicas o en su estima (lo que más me interesaba). Era igual con verrugas o sin ellas y, no obstante, pasé durante aquellos años un necio e inútil complejo que me hizo sufrir y comportarme, a veces, de un modo inmaduro y suspicaz.

Cristo nunca fue sí o no o ¡espera un poco!. El es el sí y el amén. (2ª Corintios) Todo provenía del Padre y todo lo aceptó con gozo. Los trabajos, tormentos, muerte y gloria. Sabía que eran necesarios, y hasta el final cumplió. Y supo perdonar, porque sabía la razón de todo lo que sucedía. Somos víctimas a diario del deseo de venganza, tanto más por cuanto, por tratar de hacer lo mejor, con más nobleza y desprendimiento, las agresiones e ingratitudes las recibimos con peor talante que otros, porque realmente son más injustas.