sábado, 23 de julio de 2011

CREERSE ALGUIEN



El humilde no se ofende, pues se conoce a sí mismo. No sintiéndose nada, nada pues, puede ofenderle. Ni busca reconocimiento de los hombres ni de ellos recibir honor y, por la misma razón, tampoco espera de ellos ofensa ni deshonor. Así decía Pablo: ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo. (Gálatas 1:10).

Muchos creen que ser humilde es rebajarse, bajar la cabeza, hablar bajito afectando piedad, y privarse de todo lo que sea alegría, como si la alegría no fuera la mejor característica que identifica al buen cristiano. Es exactamente la descripción que hacía del cristianismo y de los cristianos Friedrich Nietzsche, el estrambótico filósofo alemán.

El humilde sabe, mejor que nadie, gozar de los dones de Dios, tanto materiales como espirituales: porque conoce de dónde proceden y, al gozarlos, lo hace con gratitud al Dador, sabiendo ciertamente que todo don y sana alegría proceden de Dios, fuente de agua viva.

Y lo que ello implica, es que el humilde no tiene por qué hablar o manifestarse de forma afectada, sino que basta con que lo que diga carezca de altanería. Se manifiesta de manera natural, con afabilidad y respeto para todos, sin necesidad de adoptar un antinatural tono acomplejado de voz cuando habla.

Disfrutará de la vida tanto más cuanto menos espere de ella, por cuanto lo que reciba lo percibirá como un maravilloso regalo. El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? (Romanos 8:32)

Su alegría puede ser exultante, porque estará libre de la frustración que un arrogante arrastra tras de sí, al codiciar sin conseguir, metódicamente, aquello que no tiene. El humilde no baja la cabeza. Simplemente se muestra como es, natural, sin complejo de superioridad aunque, igualmente, sin complejo de inferioridad. Sabe quien es y a quien pertenece.

Además, y al no verse forzado a fingir, despliega una personalidad que otros descubrirán en él antes que en la forzada pantomima de un arrogante.

Porque la humildad no es gesticular, lo que aparentemente pensaba Friedrich Nietzsche, cuya receta perniciosa, dicho sea de paso, no pudo salvarle de las fobias y manías que hasta su muerte padeció. Ni está reñida con la firmeza y la seguridad en los comportamientos. Ni mucho menos está excluida por las Escrituras según el decir de Pablo apóstol: Esto habla y exhorta y reprende con toda autoridad. Nadie te menosprecie. (Tito 2:15).