viernes, 22 de julio de 2011

CONTEMPLANDOSE.

Si yo me justificare, me condenaría mi boca; si me dijere perfecto, esto me haría inicuo;
si fuese íntegro, no haría caso de mí mismo, despreciaría mi vida.
Job 9, 20-21
He aquí que soy vil; ¿qué te responderé? Mi mano pongo sobre mi boca.
Job 40, 4



No hay nada más incomprensible en la depravada naturaleza heredada de nuestros primeros padres, que el orgullo y la humildad. Y nada lo hace más comprensible que la luz de la Palabra de Dios: la Santa Escritura y la medida en que ésta se incorpore a nuestra experiencia.

El odio es consecuencia natural de nuestra vanagloria de la vida, (1ª Juan 2:16) que hace que nos elevemos por encima de lo que realmente somos, según nuestra propia opinión, ante Dios y el prójimo.

Creemos ser algo en virtud de nuestras propias fuerzas, méritos y facultades, de lo que consideramos nuestras virtudes... todo lo cual, desde luego, estimamos como un patrimonio propio.

Tal pensaba, el gran rey Nabucodonosor de Babilonia. El orgullo le hizo pavonearse, y así lo dice la misma Escritura: Al cabo de doce meses, paseando en el palacio real de Babilonia, habló el rey y dijo: ¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa real con la fuerza de mi poder, y para gloria de mi majestad? Daniel 4:29. En unos instantes se encontró loco y comiendo hierba como las ovejas.

Es notable, que cuando alguien dice o hace algo que choca con nuestra propia soberbia, nos sentimos ofendidos: a priori, lo que otro haga o diga, no es nunca tan correcto como lo que yo haga o diga. La magnitud del agravio no se mide por la agravio en sí, sino por el desmesurado aprecio que tenemos por nosotros mismos.

La ofensa no es grave en sí, sino por lo que nos afecta a nosotros: "¡a mí...!". Por lo tanto, el alcance y la gravedad de la presunta ofensa, no es sino lo que marca nuestro orgullo.

En cambio La Escritura insiste: Unánimes entre vosotros; no altivos, sino asociándoos con los humildes. No seáis sabios en vuestra propia opinión. (Romanos 12:16). Eso dice la Escritura. Lo que decimos nosotros es orgullo en su mayor parte. Son tretas para demostrarnos a nosotros mismos que los caminos errados, son mejores que los caminos duros, ásperos, claros, y  verdaderos de Dios.

Si nos damos cuenta cabal de lo que Dios es, y lo que nosotros somos ante El, veremos claramente que no hay motivo de orgullo en nosotros mismos: no somos nadie (y esto no es sólo un dicho popular, sino una sencilla y aplastante verdad).

Lo que podemos firmar como iniciativa propia es el hervidero de malos sentimientos, egoísmos infantiles y nocivos, hostilidad, miedos, y tantas otras lacras más de nuestra depravada naturaleza caída.

Conocido y aceptado esto, es fácil recibir cualquier agresión sabiendo que no somos nada por nosotros mismos; Y como Pablo poder decir: Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia. (Filipenses 1:21) No somos nada lo suficientemente importante como para dar valor a una ofensa, y menos aún para devolverla con violencia.

No otra cosa hizo el humilde cordero de Dios cuando fue abofeteado: Jesús le respondió: Si he hablado mal, muéstrame en qué; y si no ¿por qué me golpeas? Juan 18:23.

Si ante Dios reconocemos que no somos nada, nada nos podrá ofender: así que, apartándonos de lo que nos perjudica o nos hace peligrar, hagamos en nuestro corazón que no exista realmente tal ofensa.

Las ofensas no merecidas, no son tales sino ofensas contra Dios. Por tanto las represalias y otros modos de venganza no son del agrado de Cristo por lo que apartándonos de las ocasiones vivamos como dice el apóstol: quieta y  pacíficamente delante de Dios. (1ª Timoteo 2:2).

No que nos neguemos ante los hechos, no que nos ceguemos ante la realidad... sino que no nos valoremos tanto como para ser objeto perjudicado de unos y otra. 

 Conócete a ti mismo, es el consejo de Sócrates el antiguo sabio, trescientos y pico años antes de Jesucristo. Su pensamiento le obligaba a decir humildemente, siendo casi el padre de la filosofía: solo sé que no sé nada.

Rafael Marañón
AMDG