sábado, 25 de junio de 2011

¿RABIETAS EN UN CRISTIANO?


A nadie gusta ser despreciado, calumniado, hecho objeto de burla y saqueo. Aunque si lo contemplamos como hizo Job, sin atribuir a Dios despropósito alguno (Job 1:22), tendremos, como él, aun sufriendo pruebas y penalidades, el hermoso fin que esperamos y del que Job, aun en el muladar, jamás dudó, sino que dijo: Yo sé que mi redentor vive; en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mi mismo, y mis ojos lo verán, y no otro (Job 19).

Elihú, tan inteligente y conocedor, queriendo defender y justificar a Dios, como a alguien indefenso, mintió contra Job. Así hacemos nosotros muchas veces, y así ha sido a lo largo de la historia, pretendiendo los hombres justificar a Dios. Dios no necesita ayuda. No imitemos a Elihú, por muy buena intención que pongamos. Para los momentos de tribulación de un amigo, guardemos nuestra lengua y nuestro corazón. Callemos. Estemos con el que padece y consolémosle con nuestra presencia y nuestro silencio. Simplemente, allí estamos con él.

A menudo, hacemos a nuestros seres queridos más mal que bien cuando intentamos justificar a Dios ante ellos, resultando en cambio que los estamos atribulando aún más. Y Dios no necesita justificador. Como el Arca del Testimonio supo defenderse de los filisteos de Asdod, Gat, Ecrón, Ascalón y Gaza librarse sola, y así también vindicó su grandeza y carácter sagrado en Bet-Semes, que era ciudad israelí (1º Samuel 5:6). Sola batalló...  venció  sola. Nosotros callemos y dejemos obrar a Dios.

Tenemos que convencernos de que somos, a veces, muy temerarios en estas cosas, y debemos detenernos y fijarnos más en lo que hacemos y decimos en vez de tratar de hacer teologías que, en momentos de dolor y desgarro del alma, sólo consiguen confundir y molestar. Mostremos al doliente nuestra solidaridad lo más brevemente posible, y no con discursos que él ya conoce. En su momento, el Espíritu lo tratará más adecuadamente que nosotros para consolarle. Hay que insistir. ¡Dejemos obrar a Dios!

A veces nos rebelamos contra nuestra estatura, rostro o carácter, y nos avergonzamos de nuestros defectos y de las situaciones en las que, por ellos, nos vemos comprometidos. Recuerdo que, siendo jovencito, tenía tres verrugas juntas en el dedo corazón de la mano derecha, y esto era un tormento para mí cuando tenía que estrechar la mano de alguien, Y todo esto en la pubertad, cuando apuntan las pasiones y tanto me atraían las chicas.

Más tarde, las verruguitas (¡ay las dichosas verruguitas!) desaparecieron, y no noté en absoluto variación alguna en el trato de las chicas o en su estima (lo que más me interesaba). Era igual con verrugas o sin ellas y, no obstante, pasé durante aquellos años un necio e inútil complejo que me hizo sufrir y comportarme, a veces, de un modo inmaduro y suspicaz.

Cristo nunca fue sí o no o ¡espera un poco!. El es el sí y el amén. (2ª Corintios) Todo provenía del Padre y todo lo aceptó con gozo. Los trabajos, tormentos, muerte y gloria. Sabía que eran necesarios, y hasta el final cumplió. Y supo perdonar, porque sabía la razón de todo lo que sucedía. Somos víctimas a diario del deseo de venganza, tanto más por cuanto, por tratar de hacer lo mejor, con más nobleza y desprendimiento, las agresiones e ingratitudes las recibimos con peor talante que otros, porque realmente son más injustas.

jueves, 23 de junio de 2011

CHOQUES CONTRA LA REALIDAD


La realidad es una. Mas la forma de percibirla, valorarla, asumirla, o rechazarla, es variable y tiene tantos matices como individuos la perciben. Hay tantas formas, que podríamos decir que cada persona vive una realidad específica «según el color del cristal con que la mira». Es decir, hay una realidad objetiva, y multitud de realidades subjetivas.
Cierto es, que ante una misma realidad hay multitudes que piensan o reaccionan, aparentemente, de modo unánime.
Sólo es apariencia; la reacción es uniforme en una masa movida por idénticos resortes mentales y estímulos externos, pero las motivaciones, a pesar de proceder de raíz y expresión común son totalmente distintas, como lo son los verdaderos e individuales impulsos que las producen. Nuestra propia e individual apreciación de algo que sentimos como exacta e invariable, resulta modificada tan pronto recibimos un aporte de información, o el estímulo adecuado y amoldado a nuestra subjetividad.
Un vendedor de electrodomésticos que circulaba por una ancha avenida, contempló una gigantesca grúa de las que usan los constructores de grandes edificios. Esta persona, con alto sentido cívico y del deber, percibió el peligro de aquella instalación y se propuso denunciar aquel desacato a la prohibición del montaje de tales máquinas. La vía era de gran tránsito de personas y vehículos, y había grave peligro para todos los transeúntes.
Al aproximarse, pudo leer el gran cartel en el que figuraba el nombre de la compañía constructora que usaba aquella grúa. Era justamente la empresa a cuya oficina central se dirigía este vendedor para tratar de colocar sus electrodomésticos... ¡precisamente para aquel gran edificio!
¿Lo denunció? ¡No! ¿Cómo iba a poder realizar negocio alguno con la dirección de la empresa si los denunciaba? Así pues, en cuestión de minutos, cambió subjetivamente la apreciación de aquel hombre en su valoración de la situación.
Sé bien de este asunto, porque resulta que el celoso y fracasado denunciante era... ¡yo mismo! Hace de esto muchos años, pero es igual. En aquel tiempo pensaba igual que hoy. Con matices distintos y quizás menos madurez y conocimiento, pero fundamentalmente igual; y no denuncié, sino que claudiqué y callé. Eso es todo.
Por eso hoy me guardo mucho de juzgar, pues si tengo en cuenta la debilidad humana y las variantes de las situaciones ya no puedo ser tan rígido ni justiciero. ¡La vara para otra espalda! Éste es el sentir general en todas las personas y en todos los tiempos.
Hablamos sobre las actitudes ante el acoso de nuestro entorno. La actitud lo es todo. Ni es sabio meter la cabeza en un hoyo, como avestruz asustada, ni cargar con furia, a testarazos, contra el toro que viene hacia ti. Ante las amenazas y agresiones que en la vida nos circundan y acosan, no podemos responder continuamente rehusando, huyendo, o lamentándonos. Ni, por el contrario, yendo ciegos al choque frontal.
Sólo queda dejarnos caer con aplomo inteligente pero activo, ante lo que en las leyes inexorables de la vida no podemos modificar. Se trata de adoptar una actitud pasiva, no negativa. No se trata de no hacer nada, como en el abandono fatalista del desesperado o la pasividad negligente del perezoso.
Si puedo hacer frente, evitar, eludir o modificar alguna situación hostil, lo haré hasta donde lleguen mis fuerzas y mi ingenio. Ésa es la ley de la vida. Pero si no puedo hacer nada y mi esfuerzo o mi inquietud no pueden modificar la ley que me ata o me mueve... ¿Para qué enfrentarme a ello física o anímicamente, si no gano nada con esta actitud? De ello provienen las terquedades, los pleitos y las frustraciones.

miércoles, 22 de junio de 2011

ANDANDO EN FE INTERIOR

     «Pobre mujer abandonada» por su marido casquivano, que la deja sola con sus hijos desinteresándose totalmente de ellos. «¡Pobre separado!», dicen todos de ese hombre que ha sido cruelmente calumniado, burlado y despojado por su infiel esposa. Ni siquiera a sus hijos puede visitar. Pero aquella sacudida, les sirvió para echar fuera de ellos la vanidad y la falsa confianza en el ser humano. Aprendieron circunspección y serenidad.

Meditaron sobre lo efímero de eso que llaman felicidad mundana y, convertidos al Señor, fueron posteriormente creyentes destacados, y considerados por donde quiera que fueran. La gente, todavía hoy, los mira con extrañeza, pero con un respeto y un reconocimiento especial. Tal vez les consideran desgraciados, siendo como son los más serenos, dichosos y esperanzados.

¿Qué saben ellos de su interior? ¿Qué pueden juzgar, si no conocen éste y, por lo tanto, sólo miran lo superficial y no lo sustancial, que le capacita para la dicha y la serenidad, y que ellos ni tienen ni sospechan que se pueda poseer? Ellos son, a fin de cuentas, los dignos de compasión, y no ellos. Carecen de la riqueza espiritual que ellos tienen con tanta abundancia, y no pueden percibir los consuelos y el envidiable estado de paz en que estas personas viven.

El hombre de fe, es siempre una continua fuente de sorpresas y misterio para todos en su porte y en su hablar. Es comprendido por el Señor, y él lo sabe. Y siendo así, ¿qué importa lo demás? Entre los hombres, sólo es comprendido a la perfección por el que goza de la misma fe en Cristo, la misma confianza en Dios; la misma búsqueda espiritual. Las gentes no entienden su serenidad y humor, ni su humildad y gentileza a pesar de su situación. Hasta suelen considerarlo lerdo o inconsciente, pero ¡qué saben ellos!

En mi juventud conocí a un chico espléndido físicamente, simpático y de gran predicamento entre las jóvenes. Ir con él era tener pareja asegurada, ya que las chicas a quienes gustaba, que eran prácticamente todas, se procuraban una compañera para acompañar al joven que fuera con él. Todos eran sus amigos. Todo era éxito.

Años más tarde, me contaron que cometió toda clase de enormes errores, precisamente a causa de su atractivo personal. Murió joven de resultas de males venéreos. Sus compañeros, más normales y menos dotados que él, fundaron hogares, tuvieron familias y, unos más, otros menos, prosperaron, trabajaron y vivieron vidas fructíferas. No resplandecieron tanto al principio, pero su llama fue más serena y duradera.

No son los dones naturales de los hombres ni la «fortuna» lo que establece la dicha o la desdicha de los hombres. En Eclesiastés 8:10 se dice: «He visto a los inicuos sepultados con honra; mas los que frecuentaron el lugar Santo, fueron puestos en olvido». (Eclesiastés 8:10) Y ello es fácilmente comprobable.

No se trata de dejar indolentemente de hacer. Hay que esforzarse en realizar todo lo que de bueno se pueda, esté al alcance de nuestras fuerzas y con justicia, y eso no es fácil en este mundo. El fatalismo no es lo nuestro. «Todo lo que te viniere a la mano, hazlo según tus fuerzas», se dice en Eclesiastés 9:10. Pero entendiendo bien que «ni de los ligeros es la carrera, ni la guerra de los fuertes, ni aun de los sabios el pan, ni de los prudentes las riquezas». (Eclesiastés 9:11).

En resumen, se trata de trabajar en paz, confiar y esperar en paz. Hacer nuestra parte y esperar que Dios haga la suya. Por ello, y con la mirada puesta arriba, donde está Cristo a la derecha del Padre, hagamos lo que podamos con todo entusiasmo, pero serenamente y con paz. Sabemos que «cuando Cristo, nuestra vida, se manifieste, nosotros seremos manifestados con Él en gloria». (Colosenses 3:4).

Alabemos a Dios por su obra y su misericordia y recordemos las palabras tan bellas de Eclesiastés 12:6, 7: «Antes que la cadena de plata se quiebre, y se rompa el cuenco de oro y el cántaro se quiebre junto a la fuente, y la rueda sea rota sobre el pozo, y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio». Dichoso aquel a quien es dado ofrecer su juventud preciosa al Señor, y que El la reciba (G. PAPINI).

martes, 21 de junio de 2011

IMAGEN Y PRESTIGIO



En nuestras actitudes ante la vida, no podemos juzgar a nadie; sólo hechos, y éstos por muy conocidos. Napoleón no cabía en Europa, y le sobró mucho espacio en el destierro de la isla de Santa Elena. Otros llegaron casi al límite de su ambición, pero o están bajo tierra, o en algún monumento desconocido, y a veces pisados por todos.

La fuerza del universo, animado y dirigido por su Creador se impone indiscutiblemente, y ninguna criatura, por muy ensalzada que sea por el hombre deja de ser una mota de polvo que a lo sumo realiza, sin saberlo, actos que ya están determinados exacta y minuciosamente desde la eternidad.

Así comprendido, podremos decir los creyentes: «Bien-aventurado el que tú escogieres y atrajeres a ti» (Salmo 65:4) Entre todas las gentes que conocemos, no son más felices o realizados los que parecen tener más holgura económica, más dones, más popularidad. Una mano invisible, poderosa e inteligente, gobierna el devenir de los hombres tanto como individuos como colectivo humano.

Insertos en un mundo en donde nos sentimos y somos efímeros, vemos que no es posible dominar lo que sucede alrededor ni en nosotros mismos. El universo nos parece quieto y estático desde la perspectiva de nuestra corta existencia; pero si lo contemplamos desde la historia, vemos cuán cambiante y repetitivo es. Se dice que la historia es la repetición de los hechos: basta contemplar las ilustraciones de un libro de historia para comprobar este aserto.

Los grandes hombres y los grandes imperios del pasado ya desaparecieron, y sólo algunos de sus nombres figuran en algunos libros de historia, pero son prácticamente desconocidos y ajenos a casi toda la humanidad. ¿Cuántos hay sumamente desgraciados, con un bagaje de dones enorme? Y hay muchos que, en su espíritu, son tremendamente dichosos y pacificados, aun siendo especialmente acosados por la adversidad.

Las cosas adversas o favorables no son las que cuentan para los verdaderos hijos de Dios, sino la actitud hacia ellas en su espíritu y en su mente. Todo lo ponderan con criterios sabios de discernimiento espiritual, a la luz de la Palabra de Dios, y las interpretan consecuentemente. Saben que forman parte de toda una inmensa realidad eterna, donde todo es cuidadosamente pesado y calibrado; tienen su porqué y para qué, y no necesitan saber más.

Hoy vivimos tan pendientes de lo que piensan las gentes de nosotros, que hacemos de nuestras vidas una continua esclavitud. La gente se abstiene de muchas cosas realmente necesarias y que no pueden adquirir, y en cambio de una sola vez, por un compromiso o fiesta, gastan en «prestigio» y apariencias lo que fácilmente les hubiera proporcionado aquello que verdaderamente necesitan.

Ahorran en alimentos, cultura, etc., y en un día todo lo derrochan para tratar de impresionar a los demás. De ahí surgen discrepancias y apuros en las familias, pero tercamente, las gentes se auto-flagelan con estas vanidades. Todo para que la imagen que quieren proyectar de sí mismas no se deteriore. Y si por cualquier motivo esto se desmorona, ya vemos a las gentes descompuestas y desesperadas, redoblando esfuerzos para recuperar... ¡la imagen!

lunes, 20 de junio de 2011

MÁS ALLÁ DEL SUCESO


MÁS ALLÁ DEL SUCESO

Los paganos miran sólo la superficie y el instante de los acontecimientos, y quedan anonadados y aplastados por cualquier contratiempo y dificultad. Luchan y se debaten porque ignoran el misterio de Dios, y sólo aciertan a ver lo que tienen delante de sus ojos. Viven desconcertados porque no saben, ni pueden, profundizar en el interior de los eventos, de su concatenación y de su fin, que son clarísimos en la mente de Dios.

Ignorando todo lo que va más allá del suceso y el momento en que se produce, hacen juicios y dicen palabras necias y dañosas para sí mismos. Sólo el hombre de Dios, ve más allá de lo inmediato, y contempla todo el panorama desde la luminosa penumbra de la fe. Sabe que todo está enlazado en una cadena misteriosa, y que la adversidad de hoy tal vez sea el principio de bienes posteriores, incomparablemente superiores a los que pierden en tan adverso momento. Sobre todas las cosas el favor de Dios y la vida Eterna con Jesús.

De la misma manera, hay otros que al tener de cara y favorablemente todos los asuntos que emprenden, van sin notarlo a un seguro desastre. Al desastre del pagano. Sabemos de personas dotadas de carácter y cualidades personales excepcionales, que pasaron su vida oscura y anodina. Otros muchos en cambio, fueron sacudidos por algún evento desfavorable que fue el inicio de su desarrollo óptimo años después y que ellos, en aquel momento tan triste, ni se atrevían a imaginar.

Konrad Adenauer, a los sesenta años, no tenía trabajo ni medios de subsistencia, ya que estaba estigmatizado por los políticos dominantes. Sufrió prisión y riesgo grave de morir ejecutado. En aquella época en que su porvenir parecía de lo más negro y triste, en el apogeo de La Alemania Nazi, ¿cómo podía imaginar que a pesar de su edad y su situación, dirigiría por largos años el destino de su nación? Pero así aconteció.

Adenauer, aquel hombre que en el año 1944, podía ser eliminado en la cárcel por cualquiera al que molestara su rostro, metido en medio de maleantes y gente de toda especie, a partir del año 1949 fue canciller de Alemania durante catorce años, y murió a los noventa y uno.

En cambio, todo lo contrario que al buen Adenauer sucedió a sus angustiadores. Sólo tres ejemplos. El capitán general Alfred Jold, jefe del Estado Mayor del poderoso ejército alemán, decía días antes de ser ahorcado, tras haber sido juzgado en el histórico juicio de Núremberg: ¿Por qué he nacido?, y contemplaba meditabundo una fotografía de su madre y de él cuando era niño. «Mejor dicho -añadió- ¿por qué no morí en aquella edad? ¡Cuántas cosas me hubiera ahorrado! ¿Para qué he vivido?»

Esto pensaba y decía. Atrás habían quedado, tras la guerra, decenas de millones de muertos, e incontables e indescriptibles tragedias y sufrimientos, muerte y desolación. Él sólo había sido, y entonces lo comprendió, una pieza más de la inmensa locura colectiva de la guerra. Si no hubiera sido él, habría sido otro. Debiera haber pensado como se dice en el salmo: no se ha envanecido mi corazón, ni mis ojos se enaltecieron; Ni anduve en grandezas(Salmo 131:1) 

No dominó ni un solo momento de su vida, porque el «gran río» le llevó en sus caudalosas aguas. Pensó que era importante y comprobaba, ya demasiado tarde, que había sido, ni más ni menos, uno cualquiera más de aquel horrible tinglado.

Después del juicio y condena consiguientes, cada uno de los condenados responsables de innumerables hecatombes, hizo su frase. Todas nos dicen lo mismo. Ellos eran piezas y no otra cosa; así decían. Pero unos años antes se creyeron semidioses, por encima del bien y del mal y, consecuentemente, así actuaron.

Al final, sus frases eran éstas: Wilhelm Keitel, capitán general: «He creído, me he equivocado, y no pude impedir lo que hubiera debido ser evitado». ¡No pudo! Ernst Kaltenbrunner, responsable del exterminio de millones de judíos: «Yo no podía erigirme en juez de mis superiores... Si cumplía órdenes que fueron dadas por otros, lo hice siempre en el marco de un destino muy superior al mío, que me arrastraba con todas sus fuerzas» ¡No podía; un destino superior! etc. ¡Ahora lo dicen!

Al cabo, todos llegaron a una misma conclusión. De una u otra manera, y reconocido de una u otra forma, eran títeres los que poco antes se creían dioses y como tales actuaban. Sic transit gloria mundi.- “Así pasa la Gloria del mundo” Frase que es casi corriente en los sepulcros de innumerables grandes, que han sido en toda la tierra en todos los tiempos. Nosotros queremos que en nuestra tumba pongan por lo menos: Esta, o este, se salvó por poco, pero se salvó.

No es que la adversidad sea agradable, (quien diga eso, o sueña o miente) pero es más inteligente que en las ascensiones sociales de cualquiera, tener en cuenta lo que sabiamente nos dice la Santa Escritura: Me volví y vi debajo del sol, que ni es de los ligeros la carrera, ni la guerra de los fuertes, ni aun de los sabios el pan, ni de los prudentes las riquezas, ni de los elocuentes el favor; sino que tiempo y ocasión acontecen a todos (Eclesiastés 9:11)

sábado, 18 de junio de 2011

FE Y PAJARILLOS


 Estamos continuamente delante de Dios, y Él sabe todo lo que hay en todo. Ni un solo pajarillo cae sin el Padre (Mateo 10:29). Las gentes no conocen nada más que una visión muy corta, estrecha, parcial, y condicionada de la realidad. Los creyentes vemos nítidamente en la oscuridad de la fe, que es lo que nos da confianza y paz. Sin la fe, es imposible agradar a Dios y enfrentar con paz y seguridad los problemas de la vida (Hebreos 11:6).

La fe es el único camino sosegado, la única manera de vivir con sentido de eternidad, la única consolación, el único alivio que nos queda. Y esto es lo que agrada a Dios. La fe es la absoluta seguridad. La fe inteligente que sabe los beneficios de ella y guarda, como la Ley guardaba a los antiguos hebreos.

La fe en Jesucristo, situa a los creyentes en una posición de desdeñar todos los “cantos de sirena” mundanos, para llevar, por el contrario, una vida sosegada, libre de presiones y propagandas nocivas que, de seguirse, llevan invariablemente a la muerte prematura del cuerpo y eterna  del alma.

Cuando todo lo que nos rodea es un torbellino de angustia y temor, de apremios y confusión mental; cuando todo nos traiciona y abandona, ¿en quién encontraremos consuelo y poder para superar tanta dificultad? No queda otra salida que seguir la luz de la fe. La claraboya de la fe.

Hay veces en que, a pesar de mi veteranía, me encuentro decaído e irritado. Se oscurece mi horizonte. Enfermedad mía es ésta, digo para mí (Jeremías 10). Pero conozco a un buen amigo creyente que es ciego. Le llamo, le visito, y no encuentro en él ninguna filosofía, consejo o teología al uso de los amigos de Job. Simplemente hablamos, y su serenidad y su fe me reconfortan de tal modo que al salir de su casa me encuentro consolado y relajado.

En nuestros encuentros lo que menos cuenta es la altura teológica que alcanzamos, con ser esto un factor tan importante. Siento que Dios me interpela a través de aquellos ojos sin vista ante los cuales me expreso y gesticulo como si no estuviera ante los ojos de un ciego.

Sé que él también encuentra restauración en nuestras reuniones y en mí compañía, pero lo que para mí es más importante es la paz que me comunica en la aceptación consciente y doliente de su situación. Dios habla a sus hijos de muchas maneras (Hebreos 1:1). Para mí, ésta es una de ellas.

En la lucha y la brega de la vida hay que entender que, al lado de nuestras carencias, conviven tantos y tantos dones de Dios que sólo cabe decir: Padre, tú permites esto. Yo no tengo nada que objetar o añadir. No tengo nada más que saber.

Tanto yo como las circunstancias que me rodean formamos parte de todo tu plan, de todo tu designio eterno. Callo, pues, y espero confiado. Esto que me sucede pasará, como pasa todo. ¡Tú estás ahí; muy cerca! Sabes lo que siento; sabes que no soy dueño ni de mis pensamientos ni de mis reacciones pero, estando Tú, estoy tranquilo y pacificado. Te alabo y te doy gracias por contar conmigo. Gracias por el tesoro de paz que me concedes y que llena mi ser entero.

Y entiendo que aunque es Padre, o por que lo es, consiente o determina, precisamente por ello, que a sus hijos les sobrevengan pruebas y dificultades. Consiente que seamos desechados, criticados y que estemos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados... para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal (2ª Corintios 4:8-11).

DIOS, LA FE Y EL UNIVERSO

 

Sea como sea, el caso cierto es que vivimos sujetos y constreñidos a los condicionamientos que la vida dispensa a cada uno. Aparentemente las cosas pasan «porque sí», se dice entre las gentes y «porque sí» suceden los desastres, las injusticias, y el mundo sigue «rodando». Todos tenemos que morir, se dice siempre, pero jamás se acepta si se aplica a uno mismo o a los suyos.

El esclavo sigue esclavo, el enfermo sigue enfermo, y un tifón, rayo, o terremoto, no distingue a nadie. Dios hace su obra, y ella actúa dentro de las leyes que El le marca, aunque siendo soberano no tiene por qué sujetarse necesariamente, a ellas. La creación pertenece y se sujeta a Dios, y no al contrario.

Si Él quiere, puede cambiar cualquier devenir, hacer o no hacer. En la onda de la fe, sabemos que nada hay imposible para Dios. Esta afirmación tan verdadera, adecuadamente meditada, nos da la constatación de lo que Dios es y cuál es nuestra posición ante él.

El Señor se atiene a su propio gobierno, y a su solo propósito en relación con su Universo. La naturaleza no es una fuerza ciega. Ocurre, que nuestra diminuta inteligencia no puede ni imaginar el conjunto ajustado y perfecto, de la combinación de acciones que componen la vida y el movimiento de la creación.

Todo está conectado en tiempo, forma, y lugar entre sí, por la sola inteligencia y omnipotente voluntad de Dios. En el interior de cada evento, está Dios disponiendo y gobernando. Mucha gente sufre, a causa de su lógica inhabilidad para comprender ni un átomo de lo que sucede; pero esto es debilidad e incompetencia de la criatura y no un error de Dios.

Y así suceden los males, los accidentes, las calamidades, etc. Sabemos que nada sucede sin el Padre, en actos libres y soberanos propuestos y determinados desde la eternidad. Es la clara visión de la fe. Detrás de cada suceso, hay una realidad que no es casual. Los eventos pasan, pero esa realidad y ese determinado propósito, y el poder que lo ha hecho posible es lo que permanece.

En el camino de Emaús, Jesús resucitado preguntó a los discípulos cuando le contaban los sucesos de Jerusalén, creyéndole forastero y desconocedor: «¿Qué cosas?» (Lucas 24:19). Aquellos eventos ya habían pasado. Delante de ellos tenían la realidad trascendente de Cristo resucitado del que, por fin, comprendieron que era la sustancia y motivo de todo lo acaecido.

El suceso es tributario de la realidad, forma parte de ella; pero sólo como fenómeno, no como núcleo del devenir de las cosas. Dios es la única realidad trascendente y esencial. Por eso podemos decir: Dios lo es todo. (Efesios 4:6; Corintios 1 15:28).

A un creyente en situación de extremo peligro sus compañeros, que compartían el mismo riesgo, le increpaban: «Sólo sabes hablar de Dios, ¿es que no sabes hablar de otra cosa?» Él, en medio de la gran agitación y crispación naturales de todos, respondió mansamente: «¡Es que no hay otra cosa!»

Este hombre, veía mucho más lejos que sus compañeros de infortunio. Los mismos peligros compartidos, eran contemplados por él desde otra realidad y perspectiva distinta. Una sólida realidad, claramente percibida, que le hacía permanecer en calma y poder seguir confiando entre la desesperación de los otros. Y todo así.

La fe no es una jaula, sino una puerta abierta desde la comprensión del misterio de la creación, y las consecuencias naturales aportadas por la razón. Es tan fácil como tratar de imaginar al Océano Pacífico, desde el borde de una piscina. La razón trabaja desde ese lugar, hasta captar algo de la grandeza del Océano. Y comienza la fe.

viernes, 17 de junio de 2011



¿FATALIDAD O GOBIERNO DE DIOS?
Aunque la higuera no florezca ni en las vides haya frutos,
aunque falte el aceite del olivo
y los labrados no den mantenimiento
... con todo, yo me alegraré en el Señor, y me
gozaré en el Dios de mi salvación
.
Habacuc 3:17, 18

Cito en este trabajo unos párrafos de un grupo de cristianos, que me hicieron pensar en la seguridad de la salvación de aquel que, dejando todo discernimiento carnal y siguiendo lo pasos de Jesucristo, tiene la seguridad de su amparo y su comprensión hacia sus debilidades. Porque es incontestable que todos tenemos debilidades. Es consolador, y estimulante para una vida dedicada al compañerismo con Jesús, y bajo la sombra el Altísimo. Dice así:

«El creyente sabe que su rumbo en la vida es uno que le conduce al Cielo; que su camino terreno ha sido preordenado para él personalmente y que, por tanto, es un buen camino. Aunque no comprenda todos los detalles puede mirar confiadamente hacia el futuro aun en medio de las adversidades, ya que sabe que su destino eterno está asegurado y lleno de bendiciones y que nada ni nadie puede despojarle de este inapreciable tesoro.

Además sabe que una vez terminado su peregrinaje podrá mirar atrás y ver que cada suceso de su vida fue preparado por Dios con un propósito particular y se sentirá agradecido por haber sido conducido a través de todas sus experiencias personales. El día vendrá cuando a todos los que le afligieron o persiguieron podrá decir, como José a sus hermanos: «Vosotros pensasteis mal contra mí, pero Dios lo encaminó a bien» (Génesis 50:20).

Dios alto y sublime se interesa en sus más mínimos sucesos que los hombres llaman casualidad, suerte o azar. Cuando una persona se siente y reconoce escogida por el Señor, y sabe que cada uno de sus actos tiene un significado eterno comprende con mayor claridad cuan trascendente es su vida. Por consiguiente, siente una nueva y poderosa determinación de hacer todo lo que redunde en la gloria de Dios. Además sabe que aun el diablo y los hombres impíos no importa cuántos males traten de infligir, no sólo son refrenados por el Señor, sino compelidos a hacer la voluntad de Dios (Lorraine. BOETNER y otros).

El muro de la realidad es penetrado por medio de la fe y Dios se encarga de que aun aquí gocemos de la paz, según las suaves orientaciones del Espíritu Santo, porque así dice el Señor: «Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos» (Isaías 55:9).

Todos tenemos, en puridad, algo de qué quejamos a cuenta de nuestra presencia física o de nuestro carácter. Pocos hay que se sientan totalmente satisfechos y sin defectos, a menos que sean unos insufribles petulantes.

Tengamos el defecto físico o psíquico que sea, lo cierto es que cada uno de nosotros puede vivir con el suyo. Naturalmente no es de nuestro gusto, pero en la mayoría de los casos aprendemos a convivir con él y nos acostumbramos a él, tarde o temprano. Hasta podemos, a veces, sacar partido de algún defecto o carencia.

De Rodolfo Valentino, el famoso actor de los años veinte, se decía que su fascinante personalidad se basaba, sobre todo, en el ligero estrabismo que padecía. En palabras más rudas, que era bisojo; bizco. Parece ser que ello fue el detonante de su gran fama mundial entre las más famosas estrellas del cine naciente en su tiempo.

Sólo hay que preguntar a las señoras que fueron jóvenes en la época en que actuaba. Su estrabismo y su rostro, ligeramente afeminado, fueron de gran atractivo para las mujeres. Baste decir que dos de ellas se suicidaron al serles comunicada la noticia de su muerte.

Posiblemente, de no haber sido por su defecto que tanto le favorecía, tal vez hubiese pasado su vida anónima como vendedor de golosinas en cualquier sala de cine en las que se proyectaran películas protagonizadas por otros actores. Su defecto, fue su éxito. Si hubiese gemido y se hubiese encogido en sí mismo no hubiera sido el gigante que fue a lo largo de su vida.

Nosotros tenemos otra moral de combate y sabemos quien es niuestro amigo y nuestro enemigo. La vida es milicia y eso está establecido por alguien que tiene un propósito eterno y lo lleva a ejecución por sus etapas.  

jueves, 16 de junio de 2011

LA FRONTERA DE LO DESCONOCIDO

           


Ante la frontera de lo desconocido, sólo resta confiar en la mano de Dios, y con toda tranquilidad y paz decirle con todas nuestras veras: «Sé que me amas, Señor creador del Cielo y de la tierra; que tú eres omnipotente, que todo es tuyo y yo sólo soy una insignificante criatura que no puede llevar sobre sus débiles hombros el peso de su propia vida. Como lo has decidido así lo acepto, porque no soy yo el protagonista sino Tú; Tú sabes y yo no». «Hágase en mí, conforme a tu palabra» (Lucas 1:38).

Hámlet con motivo de la muerte de su padre desespera y clama en medio del dolor. Otro dice: «Sabemos que las cosas han de suceder necesariamente, como son la muerte y las calamidades, y que son tan comunes como la cosa más vulgar de cuantas se ofrecen a los sentidos. ¿Por qué con terca oposición hemos de tomarlo tan a pecho? Ese es un pecado contra el Cielo, una ofensa a los que murieron, un delito contra la naturaleza, el mayor absurdo contra la razón. Todos, muertos o vivos, no han podido dejar de exclamar. ¡Así ha de ser!» (SHAKESPEARE).

Insistimos en que las cosas adversas o favorables no son las que cuentan para el hombre espiritual y sensato, sino la actitud ante ellas. Una de dos alternativas: o levantar el puño contra el Cielo, o bajar la cabeza, callar la boca y decir a lo sumo: «Amén, Señor; Tú sabrás».

Vivimos sumergidos en un universo que no podemos controlar, que apenas entendemos y en el que no sabemos por qué estamos. Y vemos que no es posible dominar lo que sucede a nuestro alrededor y ni aun a nosotros mismos. «No hay hombre que tenga potestad sobre el espíritu ni potestad sobre el día de la muerte» «Eclesiastés 8: 8».

¿Quién puede medir la felicidad de nadie? «Porque el hombre tampoco conoce su tiempo» (Eclesiastés 9:12). Cuando la confianza acompaña a la adversidad, podemos decir: «Brillará de nuevo el lucero de la mañana sobre esta oscuridad y negrura que me envuelve ahora. El día ya despunta, y la aurora ya se anuncia. Solamente esperar».
Y te invade la paz y la seguridad más pura y sublime aun caminando en la noche oscura del alma y entre la horrísona tempestad de los aconteceres adversos. Sólo la fe ilumina con luz cierta y permanece inmutable como don divino que es. Que se haga como Dios dispone. Esto es lo bueno, lo que consuela, y ahí está la grandeza de la fe.

En cambio, ¡Ay! del que escupe con rencor irreverente ¿Porqué a mí? Si es creyente ya lo sabe y no tiene por qué preguntar ni rebelarse. El Señor así lo ha dispuesto; basta con eso. Sí no lo es, no tiene derecho a culpar (porque es un contrasentido) a alguien del cual dice que no existe, y por lo tanto entréguese al «hado fatal» y viva si quiere continuamente en la oscuridad. Nosotros los cristianos no vivimos así. Alabemos a Dios que nos provee de otra vida tan distinta.

martes, 14 de junio de 2011

MISERIA Y GRANDEZA HUMANA

 

Una anécdota que viene al caso del escrito de hoy. Durante la ocupación de Filipinas por el ejército imperial japonés en 1942, el general Homma, típico militar japonés de aquellos tiempos, usó de la aplicación de la pena de muerte con saña e indiferencia.

Nunca pensó que un decreto como los que firmaba con tanta tranquilidad pudiera afectarle a él. Formaba parte del generalato de un ejército potente y vencedor, y se creía un semidiós. Su palabra conservaba o quitaba vidas.

Ya vencido, hecho prisionero, y horas antes de ser ahorcado, escribía a su mujer una conmovedora carta en la que destacaba la siguiente frase: «Nunca creí que las palabras pena de muerte y morir fusilado tuvieran que ver algo con mi propia vida, pero ahora son una realidad ante mis ojos»

Sus ejércitos, su valor y capacidad militar, «su suerte» como guerrero, le fallaron. Fue ejecutado y su cadáver expuesto junto a otros como él, en la impotencia y deshonor más humillante para un oficial japonés.

Nada dependió de lo que él pudo hacer con lo mucho que hizo, por más que en su momento él lo pensara así. La máquina de la guerra y la política lo manejó y trituró con su fuerza incontenible.

El se creía protagonista importante y sólo fue un peón más del tablero gigante y un engranaje más de la infernal maquinaria guerrera, impasible e implacable. En estos hechos debemos meditar los creyentes. No como los incrédulos ignorantes, que sólo al final de su carrera se dan cuenta de la futilidad de sus vidas.

Aquellos hombres no eran tan importantes como creían. Fuera de sus honores y medallas y de su mando arrogante, sólo eran marionetas de una fuerza que los movía a su implacable conveniencia o a su reservado destino. Ellos también recibían órdenes tal como un soldado cualquiera.

El cristiano sabe que forma parte de un universo que es regido por las leyes de un poder personal, grande y maravilloso, que utiliza con amor y sabiduría cada átomo que existe. Nada de azar, nada de casualidad. Todo previsto, ordenado, y realizado a la perfección sin el más mínimo fallo. Nada escapa a la vista del que creó el ojo, a la atención del que hizo el oído, y a la mente del que es la inteligencia creadora (Salmo 94:9).

Conscientes de esto, caminamos tranquilos en la continua alegría de saber en qué participamos y qué fin tenemos ante nuestra visión de fe. Nada de «tedium vitae», nada de «náusea», nada de fatalismo. Luchamos y bregamos en la vida con nuestras limitaciones, y también con nuestra paz.

No escatimamos esfuerzos, pues la incertidumbre no nos paraliza, ni nos atribula la expectación de los resultados. Sabemos de dónde venimos, el camino, y a quién vamos. Conocemos al regidor y director de todo, y no hay derrumbes ni aun en medio de las caídas, los tropiezos, y los desfallecimientos.

De los que son de Dios, nadie queda atrás. Todos y cada uno son recogidos del calor del desierto de las pasiones o del frío polar de los desencantos o desilusiones. Creemos en las palabras de Jesús: «Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre» (Juan 10:27-29).

Dios nos hace invulnerables e invencibles, y estando en Él, no hay punto débil por donde podamos ser derribados. Cada portillo que nosotros dejemos abierto a causa de nuestra debilidad, será más fuertemente taponado y reforzado por el que es la potencia absoluta.Esa es nuestra absoluta seguridad. Si estás flaqueando buen hermano, afiánzate en la fe y deja de llevar la vida sobre tus hombos. Déjale a Dios, que los tiene inmensos.


lunes, 13 de junio de 2011

AGOBIO Y SUFRIMIENTO


Los intentos y falacias engañosas que tratan de explicar lo inexplicable son vanos y hasta tienen que reconocer que más allá de sus elucubraciones y ciencia de vista corta, hay una mano potente que hace y un ojo al que nada escapa. Como dice el salmista: «Aun las tinieblas no encubren de ti; y la noche resplandece como el día; lo mismo te son las tinieblas que la luz» (Salmo 139:12).

Es un poder personal que determina, ordena y realiza con perfecta exactitud el devenir y la existencia no sólo de cada hombre, sino de todo el universo. Tenemos que aceptar, (y por otra parte no queda otra alternativa), que no somos nada por nosotros mismos. Que nuestra fortuna o desgracia no depende de nuestro ingenio o de un adecuado aprovechamiento de circunstancias favorables que busquemos o se nos ofrezcan fortuitamente.

La mejor decisión que nos parezca que hemos tomado es, quizás, la que nos arruina; aquellas palabras torpes que trasmitimos a alguien en determinada ocasión, y de la cual ni siquiera nos acordamos hoy, resultó ser el agente impactante para el comienzo de la conversión de aquel hermano, que tal vez tampoco se acuerda de ellas.

Una vez, un predicador cristiano me dijo: Mira, hermano, las amonestaciones de las que muchas veces me arrepentí por considerarlas sosas o de poca o demasiada garra, han sido las que mejor aprovechamiento espiritual han producido.

De discursos impresionantes que yo juzgaba inspiradísimos y que a mí mismo me sorprendían, no se acuerda nadie, o por lo menos nadie me los ha recordado. En mi experiencia estoy convencido de que es Dios el que evangeliza como quiere y nosotros somos “siervos inútiles”.
Grande y reconocida verdad.

Se trata de vivir colgados de la voluntad de Dios y no como el rico insensato (Lucas 12:20, 21). ¡Tantos años de vida y gozo se prometía a sí mismo y aquella misma noche murió! ¡Qué poco pudo controlar su porvenir! Había un poder que sí podía, y lo hizo.

Hay pues una frontera fuera de nuestro alcance, inconmovible y controlada desde el «otro lado», y esta frontera no la podemos traspasar. El fracaso, la enfermedad, el temor, las torpezas, la hipersensibilidad, el abatimiento, etc.

¡Hay tanto en nosotros que como poderoso río nos lleva por donde quiere en su discurrir, sin que el hombre conozca su curso ni su fin! Somos un manojo de prejuicios y pasiones que sin control por nuestra parte nos llevan a la desintegración y a la infelicidad.

De ahí los estados de desesperada impotencia, levantando los puños contra el Cielo. ¿Para qué? ¿Para que, como dice el saber popular: «Al que escupe  hacia el Cielo en su cara le cae», y para que la desesperación sea incurable y la desdicha perenne? Arrebatos, agitación constante por todo lo que el hombre soporta sin él pretenderlo, y lo que pretende sin poderlo conseguir.

Es la ley de la vida, la ley de la muerte, la ley de la enfermedad, de las calamidades. ¡Hasta de las efímeras alegrías del vivir!. ¿Qué le podemos hacer nosotros? Todo está determinado y se hace con tu consentimiento o sin él. Sólo el cristiano conoce por la fe, que él forma parte activa e importante de un vasto plan que para los ojos del pagano es el «tinglado de la antigua farsa», tan antigua como farsa (Los intereses creados, J. BENAVENTE).

Para el cristiano es la realización del proyecto de Dios del que forma parte y en el que es usado de forma casi siempre desconocida para el mismo, eficaz en su conjunto y fin, que es la gloria de Dios y el premio de vida eterna y de servicio gozoso y glorioso.