jueves, 14 de julio de 2011

 

Las gentes no reflexionan sobre los móviles de sus hechos; sólo contemplan la periferia, y no alcanzan a discernir las consecuencias de sus actos. Para el creyente, está muy claro que cada acto trae sus consecuencias, y sus móviles al actuar en todo momento están claros en su espíritu y en su corazón.

Dios ya nos hizo libres y no estamos sujetos a las pasiones desordenadas. Tenemos orden, libertad, y poder para hacerlo bien. Esta actitud nos permite actuar con la libertad con que Cristo nos dotó, y vivir en paz interior continuamente. Conflictos, sí; derrumbamiento, no.

Hace muchos años una mujer creyente sufrió un conflicto con su hermano. Este tenía un carácter déspota, amenazador, egoísta y codicioso. Como era de esperar, la aplastó literalmente. Usó y abusó de su buena condición, disposición, y amor hacia él y los suyos. Fue una situación de gran injusticia, y ante la cual esta pobre mujer tuvo que soportar callando, el abandono y el desprecio de los familiares que de él dependían, y que él manejaba y manipulaba. Aquellas personas por las cuales lo hizo todo.

Al final de un largo calvario acabó enferma y despojada. Tuvo que rehacer su vida con ayuda de su esposo e hijos. Debido a aquellas continuas y crueles agresiones, elaboró dentro de sí un rechazo a todo aquello, y terminó por enfermar de una gran depresión. Poco a poco superó aquella situación sostenida por su fe, de tal manera que más adelante intentó, a pesar de todo, una reconciliación.

Fue una gran equivocación; echar perlas a los puercos, (Mateo 7:6) y no fue posible convenirse con él. Ante los repetidos intentos de aproximación y mediación de la familia, que conocía lo que había ocurrido, su hermano respondió negativamente.

Adoptó una actitud y unos modos ásperos y de rechazo total, de forma que le negaba hasta el saludo más frío. Claro está, se comprendía por todos que en caso de reconciliación, se pondrían de manifiesto las malas artes y la petulancia de su hermano, que saldrían a la luz todos los elementos que propiciaban aquella actitud. (¡Ay! ¡Y como le tememos a la luz! ¿Porqué será?)

Ella comenzó a contemplar la situación con criterios más y más profundamente cristianos cada vez, e hizo ver a todos su buena disposición a pasar página a todo lo anterior, asumiendo con madurez y serenidad el problema que tanto la acongojaba. Aceptó. Conservó la actitud perdonadora y reconciliadora, y vivió en adelante dando gracias a Dios de que fuera él, y no ella, quien mantuviera aquella mala situación.

Hoy, esta hermana vive en plena paz, y con las naturales nostalgias ha dejado de considerar el asunto como problema. Como decía una amiga suya, a la que ella admiraba por su presencia de ánimo ante las muchas adversidades por las que pasaba, con hijos y el esposo enfermos y corta economía: Lo que puedo arreglar lo arreglo, lo que no puedo lo acepto.

Y ésa es la actitud correcta. A la hermana de nuestra historia aquellos hechos que tanto dolor le hicieron padecer, aquel abandono y aquellas agresiones le parecieron buenas al fin, porque le proporcionaron un asidero más fuerte a la voluntad de Dios, y le acercaron mucho más a Él. Al que ama a Dios todo esto le resultará muy comprensible.