La aparente y. por tanto, falsa arbitrariedad que los paganos atribuyen a Dios, porque desconocen sus designios de amor, los cristianos confiados en su fidelidad la consideramos como lo que verdaderamente es: una prueba que, como a hijos amados, nos hace pasar para darnos reflexión, dirección e inteligencia espiritual, aun cuando observemos que viene concatenada con otros acontecimientos que a nosotros nos puedan parecer no relacionados con lo que nos atañe.
El cristiano escarmentado y de vuelta de las falsas filosofías, ya no pone atención ni hace depender su vida de las mundanalidades nocivas y, por tanto, tiene libres su mente y su cuerpo para oponer a la agresión externa o interna, las adecuadas contramedidas con total eficacia. En la convicción de depender de su Padre soberano y bueno, le es permitido al cristiano afrontar los problemas que emergen ante sí, con la elegante y desconcertante naturalidad que tanto sorprende a los paganos.
Ninguna agresión o padecimiento, hará derrumbarse al cristiano convicto y confeso de su propia debilidad y dependencia. Es el ser más débil e indefenso, y a la vez la más poderosa fuerza del universo creado. Al no tener poder propio alguno, posee para existir el poder de Dios en la plenitud de Cristo. Es hechura nueva elegida y privilegiada por Dios, «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4:13).
Lo experimentamos, lo percibimos así en cada instante, y una alegría interior indescriptible, real y sentida profundamente nos invade momento a momento. En el triunfo o en el desastre mundano vemos impostores y engañadores. Tanto en una como en otra situación conocemos que, fijos los ojos en la luz del Cielo, podemos atravesar tranquilamente tanto la oscuridad del fracaso como la falsa luz del triunfo. Antes bien, en estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó (Romanos 8:37).
Ciertamente vivimos aquí, en otra esfera de la existencia, en la que se contemplan por la fe y la revelación, ambos lados del misterio de la vida y la realidad del más allá. Todo constituye un complejo de factores, que forman parte de una misma unidad del obrar de Dios. Percibida de una forma maravillosamente real, hace de nuestras vidas una experiencia trascendente y eterna.
Formamos parte del "Pleroma", es decir, de la plenitud de Dios en Cristo, y todo lo que acaece forma parte del mismo plan y de su misma realización. Nos llevaría tan lejos este pensamiento que hemos aprendido con simplicidad a decir, ¡amén! en cualquier circunstancia o tiempo. ¡Y sabemos lo que decimos!
La gran equivocación entre tantas grandes equivocaciones es que, a menudo, confundimos las dos palabras, mal y adversidad. ¡Cuántas veces hemos comprendido, aun desde nuestra mente testaruda, que aquella adversidad no fue un mal! Contemplado desde la actual panorámica, fue el salto a un enorme bien.
Por eso cuando comprobamos diariamente tal verdad, podemos exclamar confiados: “menos mal que el Señor lo hizo a su manera, y no como yo creía que debía ser hecho”. Todo hemos de verlo como fin hacia la última manifestación de la gloria de Dios. Y la gloria de Dios es lo único de valor a buscar, puesto que, aun egoístamente, es la sola garantía de gloria para nosotros.
AMDG
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