Es un tópico hablar de la “búsqueda” del hombre hacia la verdad. Tenemos la errónea sensación de que
el libre albedrío nos hace independientes y tenemos la facultad de elegir. No
es que sea una mentira ostensible, solo que es algo discutible fuera de la verdadera espiritualidad.
El hombre no desea elegir entre los placeres prohibidos para su
bien, y Jesucristo. Hasta tal punto es falsa esta premisa, que ignora lo que el
mismo Jesús dijo: Y
no queréis venir a mí para que tengáis vida. (Juan 5:40). Es decir que en su estado perdido, o digamos natural, el hombre
no quiere ir a un estado de corrección de su camino de perdición. Esto no es
una cosa de discutir pues cualquiera puede experimentarlo en su propia vida.
También San Pablo en su enseñanza establece esta verdad de forma
magistral: Pero
el hombre natural no
percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no
las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente. (1ª Corintios 2:14) Es pues evidente
que el esfuerzo del hombre no vale en medio de la lucha en el mundo, ya que en
su estado perdido por el pecado es incapaz de entender los misterios de la
espiritualidad.
El enemigo pasa ante sus ojos una serie de espejismos que le fascinan y más tarde a la hora
de pagar la factura abomina de las dificultades que le ha proporcionado la práctica
de tal o cual vicio. Entonces se vuelve contra Dios, al que tenía antes despreciado para poder cometer sus fechorías
viciosas, y pregunta porqué a él le pasa lo que le pasa.
El hombre simplemente no quiere ir a Cristo. Solo la elección, el escogimiento y la unción desde arriba, es la que hace vencer la balanza y la espiritualidad se apodera
del hombre. No hay nada como que “yo hice un esfuerzo y
descubrí la verdad”, porque el ser humano no quiere la
verdad. Cuando clama por ella, es simplemente un ejercicio de hipocresía, como
estamos viendo continuamente.
El seguidor de Jesús, el espiritual (no espiritualista), ha recibido un hálito o unción por parte de Dios, que le hace replantearse las cosas de tal manera que entiende
que las palabras y la persona de Jesús son la
vida eterna. Conociendo que la muerte es el hito
final para los que no tienen esperanza, acoge a Jesús para que se realicen las
palabras de Jesús.
He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno
oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo. (Apocalipsis 3:20).
La “química” de estas palabras es
evidente. Mientras Jesús llama, la dirección corre a cargo del humano. Una vez
que Jesús entra, ya no cena Jesús con él, sino que la palabra y el Espíritu de
Cristo toma el control de aquella persona que, ya salva, será la invitada en el
Reino de Dios. Es tan preciosa la palabra de Dios, que debajo de cada versículo podemos encontrar el tesoro oculto a los
hijos de la incredulidad.
AMDG
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