domingo, 12 de junio de 2011

EL MURO DE LA REALIDAD


Existe una pared infranqueable, que separa al hombre y su pensamiento del propósito de Dios. Lo que podemos saber ya está revelado, pero el devenir de nuestras vidas, es un arcano que nadie puede desvelar. Todo esfuerzo en esa dirección es vano y casi siempre materia de mercadería. El temor, la angustia y la tristeza hacen que el hombre pagano caiga en la red de toda clase de supersticiones, y sea víctima de supercherías y engaños. Y curiosamente él lo quiere así.


Otros mucho más inteligentes, aunque igualmente inermes espiritualmente, echan mano desesperadamente del determinismo ciego o de la fatalidad. El azar, dicen, gobierna el universo. Es decir, el desorden y el caos traen por sí solos el orden y la coherencia. ¡Peregrina idea! Solo hay que abrir una humilde naranja y comprobar que bien está dispuesta para ofrecernos zumo en conserva natural.


¡Que bobadas se nos ocurren! Y es por eso que dice la Escritura Santa: ¿Quién es ése que oscurece el consejo con palabras sin sabiduría?  Ahora cíñete como varón: yo te preguntaré, y tú me contestarás. ¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber si tienes inteligencia. ¿Quién ordenó sus medidas, si es que lo sabes? (Job 38:2-5)


La necesidad, -decía Monod-, concreta el «gobierno» del mundo. Es pues una “inteligencia”, que convierte al azar en un «dios» al fin y al cabo. Es el «che sera, sera» italiano. Es decir, hagas lo que hagas, «lo que ha de ser será»

Fatalismo irreal, porque en la práctica cada uno hace por y para sí mismo todo lo que puede. Es pues, un sofisma envenenado. ¡Qué gran descubrimiento, al final de años y años de reflexión por parte de un afamado filósofo! Al final, éste fue el resultado tan «brillante» que obtuvo.


O aquello del holandés errante. «El dedo implacable sigue y sigue escribiendo; detenerlo no podrás, con tu piedad o tu ingenio, y a borrar no alcanzarás ni una coma, ni un acento». El dedo implacable, la fatalidad, el azar... ¡Qué más da! Si no quieren aceptar a Dios, cualquier cosa les vale.

Éstos son los argumentos de cualquier pagano. ¡No hay Dios, por la única razón de que a mí, simplemente, no me cabe en la cabeza! Dios tiene que caber en la cabeza de cualquier criaturilla, y si no es así es que no existe. ¡Qué arrogancia y qué miseria de pensamiento! Eso es prejuicio y no reflexión. Y sin embargo, son ellos los que se arrogan la inteligencia «razonable».


Dicen los incrédulos y filosofastros: «¡Éste mío, es un punto de vista como cualquier otro!». Bien; si es como cualquier otro es tan verdad como todos, o tan mentira. Por eso, en la práctica, estos «librepensadores», que no son ni pensadores ni libres, se entregan y creen a lo que hay, y a lo que no hay que creer. Dicen que son tolerantes, y este sofisma lo ponen de moda añadiendo que los creyentes son los intolerantes. Claro está, confunden ciencia y fe.


Pero, ¿qué no confunden estos filósofos? Por lo visto ellos solos son la inteligencia y la verdad; al menos eso dicen. Por el contrario, el rabino Eleazar-Ha-Qappar dijo: «Los nacidos están destinados a morir, los muertos a resucitar, y los resucitados a ser juzgados». «¡Dense todos por bien enterados!: Él es Dios, Él es el Creador, El es observador, El es el juez, Él es el testigo y El es el acusador! El habrá de juzgar un día. Loado sea Él, ante el cual no hay injusticia ni soborno, ya que todo le pertenece.»


«Sabe todo y todo lo tiene calculado; y no te tranquilice la idea de que la fosa será tu refugio, puesto que sin contar con tu voluntad fuiste creado, contra tu voluntad vives, contra tu voluntad morirás, y contra tu voluntad tendrás que dar cuenta un día ante el Rey de reyes, el Santo; alabado sea Él».


No hay en esas expresivas palabras nada de fatalidad negativa. El rabino, solo hace relación de los distintos pasos del hombre, desde el nacimiento a la muerte. Llega elegante y directamente a la conclusión exacta. Y no tiene que hacer tantos ajustes fiosóficos, sino que su experiencia y la de sus antecesores en la fe en Dios, le garantizan la verdad de lo que afirma. La fe, es la mejor maestra.


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