martes, 20 de noviembre de 2012

ALGO SOBRE CIENCIA Y NUESTRA NATURALEZA (1ª parte)





Estimado amigo: Ya no estoy en condiciones de pleitear por salirme con la mía, así como supongo que usted tampoco. Su mensaje merece respuesta, y eso hago. Pero de forma corta, y deseando no complicarme en cosas abstrusas o teologías que no son lo mío.

Cuando me habla usted de ciencia, versus fe, lo hace desde un prisma muy restringido. Para usted no existen nada más que los fallos de la iglesia, las enormes riquezas que dice que tiene, y el hecho de que no lanza alegremente al aire las lacras que en su mismo seno se producen por hombres falibles como usted y como yo. Personas humanas, al fin y al cabo.

Yo no quiero andar por esos caminos. Lo que haya hecho un cura o un pastor,  (lo digo con todo respeto) o cualquier miembro de una comunidad cualquiera no me incumbe;  creo que la comunidad afectada, hace muy bien con no airear asuntos tan graves y enojosos, propios como digo, de nuestra general y corrompida naturaleza y flagrante debilidad. Se hace lo que se puede, para paliar estas lacras, y nos confiamos a  la misericordia de Dios que tanto necesitamos todos.

Somos casi dos mil millones de cristianos, o que se llaman así y, claro está, seríamos ángeles si no hubiese fallos. En nuestra fe lo admitimos, porque si fuéramos perfectos ¿para qué murió Cristo?

Es cierto que dio las más sublimes ordenanzas, previsiones o profecías cumplidas y por cumplir, pero nunca confió en nuestra corrompida naturaleza. El nos conocía muy bien: y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre. (Juan 2:25)

En nuestra naturaleza perdida, como pecadores y opuestos a los designios de Dios para nosotros, solo quedaba la muerte el viejo hombre que nos llevaba a los desordenes y perjuicios más terribles. No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos… (Colosenses 3:9)

Eso hizo Jesucristo, ofreciendo como Sumo Pontífice, y recibiendo el sacrificio como persona de La Bendita Trinidad;  y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención. (Hebreos 9:12).

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